¿Contrato Civil Vs Contrato Administrativo?

Una breve aproximación a la idea unitaria del contrato

Un día, una mariposa de una belleza sin igual se columpiaba sobre una flor. Mientras tanto, una oruga, tan fea que daba lástima, pasó arrastrándose por debajo de esa flor. Entonces, la mariposa le dijo:

– ¿Eso de ahí es una oruga?

Esta le respondió:

– ¡Sí!

La mariposa le gritó a continuación:

– ¿porqué pasas por mi camino, oruga sucia? ¡Puf! ¡Maldita criatura! ¡Mira, yo que soy hermosa! ¡Verdaderamente, Dios no nos ha concedido la misma procedencia! ¡Yo me balanceo hacia el cielo, tú sólo conoces la tierra!

Entonces la oruga dijo:

– No presumas tanto, mariposa. Todo el encanto de tus colores no te da derecho a ofenderme. Todos tenemos un origen. Si me insultas a mí, insultas a tu madre. ¡La oruga procede de la mariposa, la mariposa de la oruga!

 

(Fábula de los wolof, etnia de Senegal – África; extraído de Cuentos Africanos, recopilación de Carl Meinhof, Océano Grupo Editorial, 2001, pág. 247).

¿Qué relación puede tener este cuento africano con el título de este trabajo? parece que ninguna. Sin embargo, la moraleja que trae consigo importa muchísimo a la construcción del mismo. Esta moraleja enseña que no importa lo bello o feo que seas, si fuiste primero, segundo o último, lo importante radica en poder identificar tu origen y cuál es el designio que te señalaron, cual es el espíritu con el que naciste, pues la esencia siempre será la misma, podrán cambiar algunos aspectos propios de cada ser, pero al final importará que la mariposa y la oruga siempre tendrá el mismo origen.

Lo mismo sucede cuando hablamos de los contratos administrativos y de los contratos civiles, los últimos dirán que los primeros son las orugas y que éstos son las mariposas; sin embargo, ambos son orugas en su esencia y su concepción inicial y se convertirán en mariposas de distinto color y tamaño, pero jamás podrán negar que siempre serán orugas. Ambos contratos parten de una característica común: son actos jurídicos generadores de obligaciones y a partir de esa concepción inicial pueden desarrollar sus características particulares.

Es incuestionable que con el avance de la tecnología, las ideas y los descubrimientos logrados en todos los campos de la sociedad, era necesario aceptar que las relaciones de intercambio de bienes y servicios no podían efectuarse solamente a través de la figura contractual del contrato civil, era necesario aceptar que esta figura jurídica también –con sus matices- podría ser utilizada en otros campos del derecho, negar esa posibilidad era negar el desarrollo de la ideas. No debemos perder de vista que el derecho no construye la sociedad, las relaciones sociales, las relaciones de intercambio; por el contrario, son estas las llamadas a construir el derecho. Los contratos en todos los campos del derecho existen y se celebran cada vez con más frecuencia y en mayor cantidad, así lo reconocen todos los estudiosos de esta figura negocial.

En ese sentido, lo importante en toda esta discusión, no es establecer si otras ramas del derecho pueden reivindicar al contrato como figura propia, distinta al contrato civil, sino tener certeza que en cualquier campo del derecho esta figura es capaz de generar obligaciones, independientemente del nomen iuris o categoría jurídica que se le pretenda establecer. Estas afirmaciones, si bien parecen una especie de declaración de libertad del contrato, respecto a la dogmática civil, en realidad no es otra cosa que una reedición y resumen apretado de ideas ya preconizadas desde hace muchos años por grandes pensadores de la talla de Savigny, Laband, Jellinek, entre otros.

La construcción jurídica del contrato, qué duda cabe, se gestó en el campo del derecho privado y nace como una necesidad para tratar de establecer voluntariamente reglas al intercambio de bienes y servicios entre los hombres, en tanto la vida en sociedad se hacía más necesaria; nacen así entonces los primeros acuerdos que generaban obligaciones para las partes y que requerían de una construcción lógica para la aplicación y ejecución de dichos acuerdos, a esto se le denominó de manera genérica “contrato” lo que desembocó en profusos desarrollos doctrinarios vinculados al derecho privado.

El desarrollo de los contratos administrativos, sin embargo, siempre estuvieron vinculados a la presencia y desarrollo de los distintos regímenes políticos, a la existencia o no de Estado, a diferencia de los contratos civiles que debieron su impulso a la incesante iniciativa privada. En efecto, la labor inicial del Estado se circunscribía a efectuar una vigilancia de las relaciones entre los particulares (básicamente labor policial), dar solución a los conflictos surgidos de esas relaciones y cuidar sus fronteras; y, finalmente si pretendía el servicio de un particular solamente lo exigía. “El estado no necesitaba contratar, simplemente si requería un servicio de los ciudadanos lo ordenaba y al poder totalitario tenían que obedecer los gobernados”[1]; es decir, la sola voluntad del príncipe bastaba para que los súbditos obedecieran, bajo amenaza de castigo divino. Esta tesis absolutista fue cambiando en la medida que iban evolucionando los sistemas políticos de los países, reemplazándose el absolutismo por la Ley (entendida desde un punto de vista de separación de poderes y libertades reconocidas a los ciudadanos), como señala Berçaitz “…la voluntad del príncipe –de legibus solutum– es reemplazada por la voluntad de la Ley en todos los órdenes” [2]

Es así que, con la aparición de las ideas de libertad e igualdad pregonadas por la Revolución Francesa y el desarrollo de la democracia, el Estado vio necesaria su participación en los contratos como una parte del mismo, para requerir la colaboración de sus ciudadanos y poder cumplir con su finalidad. Pasó el Estado entonces, de ser el Estado absoluto que mediante decretos podía ordenar a sus ciudadanos, para ser un Estado más administrador y que urgía de suscribir contratos con privados para sus propósitos públicos. Sin embargo, para los tratadistas estos contratos eran eminentemente de carácter privado y debían ser regidos por dicha rama del derecho, pues de otra manera no podrían ser considerados contratos; además, los contratos que celebraba el Estado eran excepcionales y no una regla general.[3]

Es a partir del siglo XIX que aparecen los primeros defensores de la teorización del contrato administrativo y su concepción se debe básicamente al amplio desarrollo efectuado por la jurisprudencia del Consejo del Estado Francés, que derivó en la dación de una serie de normas que regulaban los contratos en los cuales participaba el Estado. Es así, que el desarrollo teórico de este tipo de contratos empezó a buscar un fundamento objetivo para su caracterización. Primero, se señalaba que para que un contrato sea administrativo, éste ha de tener como objeto primordial el desarrollo de un servicio público (tesis francesa que defendieron Jeze, Bonard, Rollad, entre otros); luego, si el acto jurídico se ocupaba del desarrollo de cualquier finalidad pública, debía considerársele como contrato administrativo (Laubadere, García Oviedo, Carnelutti) hasta llegar a los conceptos modernos de cláusulas exorbitantes, prerrogativas estatales y a quienes señalan que la caracterización de un contrato estatal se debía únicamente a la presencia de un ente público en la celebración del mismo.

Sin embargo, toda esta teorización de los contratos celebrados por el Estado, no importaba una separación absoluta entre la contratación privada y la administrativa; entre ambas hay –qué duda cabe- innumerables vasos comunicantes que hacen impensable la existencia de uno sin el otro; debemos tener en cuenta que el desarrollo del contrato dentro del campo privado antes que dentro del campo administrativo se debió al propio desarrollo social de la humanidad y al desarrollo de ideas de estado democrático y libertad, más que a un sentido de exclusividad privatista.

Como ya hemos señalado en la primera parte de este trabajo, el desarrollo de los contratos administrativos, se dio inicialmente desde el campo del derecho privado, un número importante de autores consideraba que todos los contratos pertenecían con exclusividad al derecho privado (con sus características de libertad, igualdad, inmutabilidad y efectos para las partes); afirmar lo contrario, señalaban, implicaba estar frente a cualquier otra figura negocial pero no frente a un contrato. En todo caso, se trataba de “…una figura nueva al cual será preciso poner otra etiqueta”[4].

Frente a esta concepción privatista del contrato, concurrían autores que le daban una mayor amplitud a dicha categoría jurídica, señalando que el contrato a que se refrieren los dogmáticos de la contratación privada, solamente era una especie de contrato. El contrato –decían- responde a una categoría superior y más amplia, “nace en las primeras épocas de la humanidad y la sigue como la sombra al cuerpo. Existe desde el día en que dos hombres, frente a frente, resuelven no disputarse por la fuerza la posesión de un alimento, de un abrigo, de un arma. Existe desde el día en que uno de ellos acepta entregar al otro un alimento, un abrigo o un arma, por otro alimento, por otro abrigo, por otra arma, por un objeto cualquiera…” [5]

Según esta corriente, la concepción amplia del contrato ha dado origen a normas generales que no son de exclusividad para ningún campo del derecho, sino que rebasan a los mismos y se aplican a todos, tal como lo señala Laband “se trata de principios que han sido científicamente establecidos y desarrollados en el dominio del derecho privado, pero que, por su naturaleza, no son principios de derecho privado, sino principios generales del derecho” y agrega Savigny que “para él, ´contrato´ es un género que comprende las alianzas, los tratados de paz, la sumisión de un Estado independiente a otro, los contratos de derecho público, el matrimonio, la adopción, la emancipación, la tradición, la constitución de hipoteca, etc.

Por su parte Jellinek señala que “el contrato es una forma jurídica general, razón por la cual existen elementos que son generales a todo contrato y que constituyen, por consiguiente, el derecho contractual objetivo, aún sin ser expresamente reconocidos por el legislador” [6]

Por otro lado, Díez Picazo señala que el contrato es un fenómeno omnipresente, que no solamente se reduce a esquemas netamente jurídicos, sino que invade todo el ordenamiento jurídico – social, pudiéndose establecer varios conceptos de contratos, dependiendo del ámbito al cual se va a aplicar el mismo[7]; manifiesta así, que “la idea de contrato es, en primer lugar, un supra-concepto (oberbegriff) que es aplicable a todos los campos jurídicos y, por consiguiente, tanto al Derecho Privado como al Derecho Público e incluso al Derecho Internacional. Desde este punto de vista, son contratos los tratados internacionales, los concordatos y los acuerdos entre las naciones, los contratos celebrados por el Estado con los concesionarios de obras y de servicios públicos o contratos administrativos y los contratos entre particulares”[8]

Esta concepción revela un desarrollo dogmático que responde a una idea unitaria del derecho contractual, supone la aplicación universal de determinados principios y categorías jurídicas, no importando para tales efectos, el tiempo y ámbito de su aplicación inicial (no importa si el contrato se empleó primero en el derecho civil y luego en el derecho administrativo); creemos personalmente –adscribiéndonos a esta posición- que este desarrollo es su fundamento ontológico, a partir del cual, se puedan establecer las características, elementos y la naturaleza de los contratos y encontrar las diferencias que hagan más fuerte el desarrollo de dicha construcción jurídica en cada uno de sus campos de aplicación.

Se debe tener en cuenta que las instituciones y categorías jurídicas como el contrato -al igual que el ser humano- van cambiando y adecuándose a los cambios sociales alcanzados, que el avance de la tecnología y las ciencias obliga. En consecuencia, muchos de los postulados (que hasta hace poco tiempo parecían inatacables) que emanaban de la teorización de la autonomía de la voluntad han venido cediendo posiciones ante la aparición de contratos que no responden al concepto clásico-privatista del mismo; sin embargo, no por ello, dejan de serlo, lo que sucede es que estamos presenciando la transformación del contrato y asimilando su presencia en casi todos los ámbitos de la sociedad.[9]

En ese sentido y acercándonos al campo de los contratos administrativos, tal como lo apunta Dromi “el contrato de la administración, /es/ una de las formas jurídicas por las que se exterioriza la actividad administrativa, es una especie dentro del género contrato, cuya especificidad está dada por la singularidad de sus elementos, caracteres y efectos; en suma, por su régimen jurídico” [10] (el subrayado es nuestro).

Es así, que el Estado con la finalidad de cumplir con sus obligaciones públicas para con sus ciudadanos, al precisar celebrar diversos actos jurídicos, unas veces entre los mismos organismos del Estado y otras entre estos organismos estatales y sus administrados, creaba relaciones jurídicas a través de diversas figuras negociales, en especial los contratos, estableciéndose convenios, en los que la empresa privada (el administrado), incluso pueda sustituir al Estado, en la prestación de un servicio o la construcción de una obra específica; es decir, lo pueda sustituir en el cumplimiento de su finalidad pública.

En resumen, el contrato, como lo sostiene gran parte de la doctrina, no es una institución exclusiva del derecho civil ni de ninguna otra rama del derecho, y se presenta en muchas de ellas. No será extraña, entonces, para el derecho administrativo la figura del contrato, aunque con algunas diferencias y características propias que lo distancian del contrato llamémosle puramente privado, provenientes básicamente de dos características: a) En los contratos administrativos se establece una relación jurídica en la cual por lo menos una de los sujetos intervinientes lo hace en ejercicio de su función administrativa; y, b) que el objeto del contrato esté relacionado directamente con los fines públicos del Estado. Es a partir de allí, que consideramos se podría establecer un desarrollo de la teoría general de los contratos administrativos. Sin embargo, es importante recordar que “en ambos derechos el contrato es exactamente lo mismo, o sea un acuerdo de declaraciones de voluntad para crear (regular, modificar o extinguir) entre las partes una relación obligacional de carácter patrimonial” [11] las diferencias radican en otras consideraciones que escapan a la elaboración de este trabajo.


 [1] OSPINA GOMEZ, Jaime, La Naturaleza Jurídica del Contrato de la Administración Pública, Tesis doctoral, Bogotá, 1975, pág. 3.

[2] BERÇAITZ, Miguel Ángel, Teoría General de los Contratos Administrativos, Ediciones Depalma, Buenos Aires, 1980, pág. 143.

[3] A esta concepción responde la teoría de la negación del contrato administrativo, la cual establecía que cualquier acto jurídico que no respondiera a los postulados de a) Libertad contractual y de contratar, b) obligatoriedad para las partes y c) igualdad de las partes, no era contrato y debía etiquetársele con cualquier otro rótulo.

[4] MORIN, Gastón, citado por BERÇAITZ, Miguel Ángel en Teoría General de los Contratos Administrativos, Ob. Cit. pág.133.

[5] BERÇAITZ, Miguel Angel, Ibidem, pág. 134.

[6] Autores citados por BERÇAITZ, Miguel Ángel, pág. 137.

[7] Díez Picazo efectúa una distinción muy amplia de la categoría de contrato y citando a Kelsen señala la característica multívoca del contrato, distinguiéndolo cuando estamos frente a un contrato como acto y cuando estamos frente al contrato como norma, entre otras distinciones que no son materia del presente trabajo.

[8] DÍEZ-PICAZO, Luis, Fundamentos del Derecho Civil Patrimonial, Volumen primero, Editorial Civitas, Madrid, 1996, pág. 122.

[9] Con la flexibilización de la teoría del contrato o la “huida” del derecho contractual, como han venido en denominarlo algunos tratadistas, se ha permitido la presencia de actos jurídicos que para muchos tratadistas no son contratos (como los llamados contratos colectivos, contrato por adhesión, el contrato forzoso, entre otros), que no responden en estricto a los cánones del contrato civilista, pero que sin embargo, funcionan en la realidad y permiten el intercambio de bienes y crean obligaciones para las partes; consideramos que negar la existencia de este tipo de “contratos” es permanecer anquilosado en el tiempo y no permitir el desarrollo de esta categoría jurídica, la cual debe responder al sentido amplio de su concepción; en ese sentido señala Josserand, al criticar a los exponentes de la concepción estricta del contrato, que los autores tradicionales: “…se hacen del contrato una idea arcaica y muy estrecha, han quedado en la época de la estipulación romana, con la doble declaración de voluntad que contenía, mientras que en el derecho moderno conviene ver un contrato en todo acto jurídico plurilateral que tiende a crear o a desplazar obligaciones. Berçaitz a su vez, criticando la tesis de la crisis o el ocaso del contrato afirmaba que “Lo real es que existe una crisis de los caracteres del contrato de derecho privado legislado en el Código Napoleón y que descendía en línea recta de aquellos contratos que Gaius estudió en sus Instituciones. La deliberación, la igualdad de hecho y de derecho de las partes y la libertad de contratar o no, se acomodan perfectamente a las dimensiones del Forum, pero son desconocidas en el Rockefeller Center. Y parafraseando lo expuesto por José Manuel Saravia en el artículo de la Revista del Colegio de Abogados de Buenos Aires, mayo-junio 1940: El Contrato. La crisis de sus postulados clásicos, agrega: “Esta es la diferencia. No es, pues, el contrato lo que está en crisis, sino los postulados de la concepción civilista del Código Napoleón: hay una crisis de la libertad de contratar, una crisis de la fuerza obligatoria de los contratos y una crisis de su efecto relativo”. BERÇAITZ, Miguel Ángel, Teoría General de los Contratos Administrativos, Ediciones Depalma, Buenos Aires, Ediciones Depalma 1980, págs. 107 – 108.

[10] DROMI, Roberto, Derecho Administrativo, Buenos Aires, 2001, pág. 355.

[11] DE LA PUENTE Y LAVALLE, Manuel, El contrato en general, Vol. XI, primera parte-tomo I, Fondo Editorial PUCP, Lima, 1993, pág. 360.

Gustavo Rivera Ferreyros
Abogado, profesor universitario, ponente en diversos eventos sobre arbitraje nacional e internacional. Máster en Derecho de la Contratación Pública por la Universidad Castilla – La Mancha (España). Egresado de la maestría en Derecho de la Empresa en la PUCP. Estudios de post-grado en arbitraje en American University, CEU Instituto Universitario de Estudios Europeos, Universidad San Pablo (Madrid – España), Universidad de Alcalá (España) y en Universidad ESAN. Estudios de postgrado en Derecho Empresarial, Contratación Pública y Derecho Administrativo en Universidad ESAN y Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC). He participado en procesos arbitrales como árbitro único, miembro y presidente de tribunales arbitrales; así como abogado de parte. Miembro del Club Español del Arbitraje y en diversos registros nacionales. Presidente de la Sala 2 y vocal titular del Tribunal Superior de Responsabilidades Administrativas de la Contraloría General de la República. Experiencia en Derecho Contractual, Mercantil, Derecho del Mercado (consumidor y competencia), Contratación Estatal y Arbitraje.