Reflexionando sobre la violencia de género contra las mujeres desde las identidades

¿En qué momento de la historia empieza la violencia de género contra las mujeres? De acuerdo a estudios, el intercambio de mujeres fue una característica en la mayoría de los pueblos primitivos y antiguos. Por ejemplo, Lévi-Straus señala que las mujeres eran objetos fundamentales de intercambio en el inicio de la construcción de las relaciones sociales.

Las mujeres eran objeto de intercambio y los hombres eran dadores y tomadores de mujeres. No todas las mujeres aceptarían pasivamente ser entregadas, y es probable que muchas fueran obligadas a reconocer a su nuevo dueño bajo amenaza o castigo físico.

Entonces, la costumbre de controlar y golpear a las mujeres para anular su autonomía y capacidad de decisión tendría siglos de existencia, y se debe haber transmitido de generación en generación, a partir de la concepción de su inferioridad. Aquí entraría “el elemento histórico y moral” del que habla Marx sobre los obreros, y que Gayle Rubin aplica a las mujeres: “la herencia cultural de formas de masculinidad y feminidad”, elemento histórico en el que “está subsumido todo el campo del sexo, la sexualidad y la opresión sexual”[1].

En este sentido, las mujeres, desde los orígenes de la sociedad humana, fueron concebidas por los hombres como un objeto de su propiedad y aún siguen pensando así. Esto último lo demostró la psicóloga estadounidense Leonore Walker en su libro Las mujeres maltratadas (1979) cuando señala que, en el inicio de una relación, los hombres son muy cariñosos, pero van cambiando en la medida que empiezan a sentir que la mujer es propiedad suya.

La identidad femenina

Es decir, la mujer no se pertenece a sí misma, y todavía aún se le educa para servir a los demás, su realización está en dedicarse a los otros, pues la lógica se expresa en la pregunta: ¿para qué sirven las mujeres?, y en esta utilidad muchas aún proyectan su sentido de vida.

Si no cumplen con esta utilidad deben ser castigadas, lo que ha llevado a la naturalización de la violencia de género hacia las mujeres, como lo demuestra la Encuesta Nacional de Relaciones Sociales 2015: “En todo hogar se necesita a un varón para que imponga orden y disciplina”: de acuerdo, 54,5 %. “Las mujeres que descuidan a sus hijos merecen alguna forma de castigo de parte de su esposo o pareja”: de acuerdo, 44,3 %.

Estos resultados demuestran que, si bien hemos avanzado en aspectos normativos, no hemos logrado cambiar los imaginarios sociales, y eso solo es posible si trabajamos con mujeres y hombres desde niños. De allí la importancia de que se haya incorporado el enfoque de género en el Currículo Nacional de Educación Básica.

Esto es un paso importante: el siguiente es lograr la comprensión del concepto de género por parte de las/os docentes, y cómo aplicarlo en la cotidianeidad de las jornadas educativas; pero el diálogo no solo debe ser con las/os alumnos, también con madres y padres de familia, más aún ahora que existe toda una campaña confusionista y atemorizante sobre la llamada “ideología de género”.

En la encuesta se está reconociendo que el hombre es la autoridad y como tal tiene privilegios que otorga el poder: exigir y sancionar. El hombre exige que le sirvan, que le tengan la ropa limpia, que estén en casa cuando él lo decida, que las/os niños no lloren cuando llega a casa: todas las actividades giran en torno a él. Y esos privilegios se extenderán a la cama, en el trabajo frente a otras mujeres, en el transporte y la calle.

La violencia sintetiza la incoherencia entre la mistificación que se hace de las mujeres (mujer-madre, mujer-virgen, mujer-sacrificio), y la sanción si no cumple con estos roles, que la despojan de su dimensión política, empezando por su libertad y su autonomía, pues el “yo quiero” se transforma en “yo debo”. Es decir, yo debo obedecer mis roles de género.

Precisamente, la vigencia del patriarcado se sustenta en los estereotipos de género que mantienen y refuerzan las instituciones, la religión y en especial los medios de comunicación masiva, sobre todo los audiovisuales. La imagen es poderosa y, en concreto, la imagen en la publicidad que repite hasta el cansancio los estereotipos de género que va fijando en la mente del ser humano, desde pequeños, cuáles son los roles que deben tener hombres y mujeres y la valorización de los mismos.

La publicidad vende valores, y esos valores están relacionados al género, la raza, la clase, la edad, la etnia, geografía… Las imágenes que presentan día a día alimentan los estereotipos, los afirman, a la larga son los que permiten el desarrollo y la supervivencia del patriarcado, y no solo estamos hablando de los estereotipos en la televisión, también de los carteles, en el cine, medios impresos. Y, sobre todo, los estereotipos que se repiten en los sermones de pastores, sacerdotes, líderes de sectas y políticos conservadores, en los que la gente ha puesto su confianza y hasta su esperanza.

El estereotipo de género es transmitido como obligación y se refuerza en la vida cotidiana: la niña o el niño observa que el papá luego del trabajo ve las noticias, lee el periódico o un partido o programa deportivo; mientras la mamá llega corriendo, después de cumplir al igual que el padre una larga jornada laboral, a cocinar, meter la ropa en la lavadora, a ayudarlos a hacer la tarea, a bañarlos y a acostarlos. Y a madrugar para hacer el desayuno, la lonchera y mandarlos al colegio. La vida de artificio se reafirma en la vida real.

La realidad contradice cualquier discurso libertario que pueda escuchar de su madre, de su profesora, de las feministas que aparecen en las noticias… La realidad se impone, y ello va a continuar mientras no se cambie el orden social.

Por ello, desde pequeños, debemos inculcar a niñas/os y adolescentes una mirada crítica: esto que ves no es justo, y si no lo cambiamos también te va a atrapar a ti: a las niñas para que continúen reafirmando el orden a través de la renuncia a ser, y a los niños a través de una masculinidad asfixiante que deben demostrar todo el tiempo, sobre la que se cierne la amenaza de la duda o la sujeción por otro hombre más macho, lo que también implica no ser él mismo sino aquello que su entorno le exige bajo la coacción de ser dominado y/o humillado.

La identidad masculina

En un mundo tan competitivo, los hombres ponen en juego su masculinidad en el trabajo, el bar, en los deportes; masculinidad muchas veces disminuida o cuestionada que tratan de resarcir con la violencia en la casa (Rita Segato). Empieza por la desconfianza y la necesidad de control, y acaba con la violencia física. La negación por parte de la mujer a la intimidad puede reforzar la idea de la infidelidad y trae como efecto la violencia sexual, sin detenerse a pensar que las horas de trabajo, a las que se suma la jornada doméstica, efectivamente, agota a su pareja y que la solución está en compartir obligaciones en la casa. Esto no asoma, porque el pensamiento está puesto en su virilidad herida y en lo que pueden pensar los otros hombres de él como “hombre”.

Porque en este mundo de heterosexuales y machos, los hombres se hablan entre ellos, se miden, se violentan en discusiones o peleas, unos y otros quieren marcar jerarquías. Y eso se incentiva cuando el padre le dice al niño que no se deje si un compañerito de aula lo golpea, “agárralo a patadas”; pero, ¿qué sucede si ese niño no tiene la fuerza para contrarrestar la violencia del otro? Quedará marcado para siempre, ya se instaló en él la inseguridad, pone en cuestión su propia virilidad y muchas veces este hecho fortuito lo signará como una futura víctima de bullying.

Esta situación si no cambia, de adulto, lo va a apartar del grupo de “hombres privilegiados” con poder simbólico, el orden se ha alterado y va a buscar restablecerlo a partir de la violencia contra la pareja y las/os hijos. Y se abre el círculo…

Una frase que se continúa escuchando es: “los niños no lloran”, es una simple y repetida frase que está condenando a ese niño a no poder expresar sus sentimientos sin sentir que está yendo contra el mandato masculino. Esta represión de sus emociones a su vez lo va a convertir en alguien incapaz de sentir empatía por otras personas. No va a ver a las/os otros: solo lo que él siente: tengo deseos de poseer a esta chica, pues la tomo; la justificación será que ella sí quería, que lo dejó entrever. La respuesta es: no vio el terror de la muchacha, no escuchó su negativa, solo prestó oídos a sus propios deseos.

Expresar sentimientos lo coloca en una posición femenina: el hombre no puede sentir dolor, llorar, manifestar dudas, inseguridad, y se le niega toda forma de expresión de sentimientos hacia otros hombres porque se levantaría la duda que no es del todo hombre.

Pervive la creencia que el impulso sexual masculino es irrefrenable, que la amistad con una mujer no es factible ante la imposibilidad de permanecer a solas en una habitación con ella, porque el cuerpo masculino va a reaccionar al margen de su voluntad. En realidad, lo que va a poner en acción son los mecanismos sociales de construcción de la hombría.

El alarde es una afirmación y cohesión al mismo tiempo, no importa si es real o no, cumple un rol en el grupo, sobre todo en la adolescencia y entre jóvenes; posteriormente, son otros “éxitos” los que van a afirmar las masculinidades: el éxito profesional, tener cargos de poder, tener poder económico[2].

Una sociedad estructurada como la nuestra y con una simbología machista está formando hombres que solo viéndose por sobre los otros hombres no tendrá dudas sobre su masculinidad, que deberá expresar a través de la violencia, del sexo consentido o no.

Si un niño denuncia la violencia que ha ejercido algún compañero contra él, ya firmó su derrota: es un débil, un llorón, aniñado, entonces para negar todo esto silenciará la violencia que se hará invisible y él se convertirá en una víctima sobre la cual los otros niños y después otros adolescentes van a demostrar su hombría, salvo que tenga oportunidad de modificar las circunstancias y borrar la marca que ha quedado en él. Es triste pensar cómo un episodio inocente puede transformar la vida de un hombre en un infierno.

La búsqueda de alternativas

¿Qué alternativas tiene la familia, la educación, el Estado ante estos niños y adolescentes víctimas de creencias absurdas que sobreviven a pesar de los siglos de civilización?

¿Cómo lograr que una educación para una masculinidad alternativa tenga más fuerza que los grupos de pares, en los que todo el tiempo se está poniendo en cuestión la hombría de niños y adolescentes?

¿Cómo educar a las niñas para que no lleven una vida a la defensiva frente al acoso, o tener que recurrir al permanente juego de la seducción para, a partir de sus atractivos, medir su fuerza frente a la de esos machos en formación?

La masculinidad se afirma, oponiéndose y rechazando lo femenino. Lo femenino es lo inferior, es la subcultura, es lo que debe ser negado y repudiado o, en todo caso, se convierte en la vía de afirmación, a través de la conquista, el sometimiento, la violación.

Y todo aquello que se quiere rechazar o humillar es femenizado, como los homosexuales que son transformados en verdaderos símbolos de agravio hacia lo masculino, pues tienen un cuerpo, un pene, pero se someten a la “humillación” de ser poseídos.

Y no solo el capitalismo tiene como marca la heterosexualidad exitosa, incluso en aquellos países donde los “revolucionarios” se hicieron del poder la homosexualidad es un oprobio, se rechaza, se castiga, pues la “revolución” es masculina por esencia, sus héroes se convirtieron en tales cuando exhibieron su valentía, su fortaleza emocional, su hombría, en los momentos de mayor riesgo para su causa.

Y los homosexuales continúan las reglas heterosexuales cuando uno se convierte en el dominante, “en el hombre” de la pareja; es decir, no cambian los roles, se repiten, se imitan, llegando también a la violencia hacia el femenizado.

¿Cómo transformar esta situación? Un primer paso sería plantearnos un cambio en las mentalidades, y es un trabajo que hay que desarrollar en la familia, la escuela, la universidad, las instituciones. Se debe desnaturalizar la violencia como forma de relacionarnos y hay que despojar a niñas/os, adolescentes y mujeres del cartel de víctimas por “tener” menos valor como personas.

La violencia se aprende, entonces hay que desaprenderla. Si bien la historia de la humanidad está marcada por la violencia, ella no está en sus genes, porque no habría tanta gente buena que dedica su vida por la paz y por las/os otros. La intolerancia, la injusticia, el abuso, están ligados a la violencia, la perspectiva es trabajar para erradicarlos.

La familia es el primer espacio en el que aprendemos a relacionarnos, por consiguiente, hay que terminar con la violencia en el hogar para internalizar otras formas de vincularnos socialmente. Y en esto la denuncia y la justicia cumplen un papel central.

La impunidad es una forma de reafirmar que la víctima no vale nada y que el agresor tiene la razón. Frente a la impunidad hay que oponer la justicia y empezar desde la casa, las instituciones educativas, la comisaría, servicios de salud, Ministerio Público y Poder Judicial.

Desaprender-aprender es la estrategia para instalar una cultura de no violencia. Y hoy más que nunca se tienen los medios para llegar a la mayoría de la población a través de las nuevas tecnologías.

La no violencia para una convivencia armoniosa debe ser la certeza que impulse una campaña que comprometa a todos los sectores. Desde pequeñas/os se inculca que el fin de la persona humana es ser feliz. Bueno, solo lo será si se erradica la violencia en todas sus expresiones.

Existe la tendencia a la homogeneización y se rechaza lo diferente, al que se le ve como débil y, por consiguiente, tiene que ser dominado, desconociendo que la diversidad es riqueza, como lo es en el país las distintas regiones, la variada fauna y flora, y, por supuesto, sus gentes. Es esta diversidad la que hace especial al Perú como nación.

La gran esperanza es que el ser humano es capaz de cambiar hasta el último momento de su existencia, todo el tiempo está creando-recreando su vida, forma de ser y su entorno. El desafío es que vea y sienta la violencia como una violación del derecho de las niñas/os, adolescentes, mujeres y personas de la diversidad sexual, que afecta su vida presente y futura, y tiene un impacto en la sociedad, pues esta violencia se proyecta a los distintos espacios de la misma.


Fuente de la Imagen (*):https://mejorconsalud.com/wp-content/uploads/2015/09/violencia-contra-la-mujer.jpg?width=1200&enable=upscale

[1] El tráfico sobre las mujeres. Notas sobre la “economía política” del sexo, en ¿Qué son los estudios de mujeres? Marysa Navarro, Catharine R. Stimpson (compiladoras). México: Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 22.

[2] Ernesto Vásquez del Águila (2013) Hacerse hombre: algunas reflexiones desde las masculinidades. Política y Sociedad, 2013, 50, n.° 3, (pp. 817-835), p. 826.

Gaby Cevasco
Periodista y escritora. Ha publicado Entre el cielo y la tierra, el fuego (cuentos) 2014, Nuevo testamento (poesía) 2010, Detrás de los postigos (cuentos) 2000, Sombras y rumores (cuentos) 1990. Sus cuentos han sido publicados en antologías de Colombia, Ecuador, Estados Unidos, Perú, y en revistas de Bolivia, Canadá y Argentina. Y su poesía en una antología francesa de poetas peruanas. Sobre trabajo con mujeres ha publicado: Comunicación por radio: ¿cómo acercarnos a las mujeres de la comunidad (2019), Las/os adolescentes y jóvenes y el ejercicio de su ciudadanía. Manual básico de abogacía o advocacy en educación sexual integral (2018), Salud y violencia de género contra las mujeres. Guía para la reflexión entre operadores de establecimientos de salud (2018). Ha trabajado en diarios y revistas, pero su mayor trayectoria la realizó en el Centro de la Mujer Peruana Flora Tristán desde 1988 hasta el 2012. En esta institución, desde el 2004, viene impulsando el Círculo Universitario de Estudios de Género que se convoca cada año en el mes de marzo.