Criminalización de la protesta y el consenso represivo

En el Segundo Informe sobre la situación de las defensoras y los defensores de los derechos humanos en las Américas (2011)[1], la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dio cuenta pormenorizada de cientos de casos de asesinatos, ejecuciones, desapariciones forzadas, agresiones, amenazas, hostigamiento, actividades de inteligencia, uso abusivo de la fuerza policial y apertura de procesos penales contra disidentes políticos en más de veinte países americanos. Algunos grupos minoritarios son las principales víctimas de lo que sería una confluencia entre Estado, medios de comunicación y empresarios (formales, informales e ilegales), para criminalizar protestas sociales persiguiendo a líderes sindicales, campesinos e indígenas, así como a defensores del medio ambiente, de lesbianas, gays, transexuales, bisexuales e intersexo, y a defensores de trabajadores migrantes.

Según este mismo informe durante el periodo 2006 – 2010, han perdido la vida en Brasil decenas de personas por defender los bosques de la tala ilegal, promover la reforma agraria y la restitución de sus tierras (pertenecientes, entre otros, al movimiento de los Sin Tierra). En Colombia se han reportado 68 asesinatos, un alto número de los cuales fue perpetrado por agentes estatales, miembros de grupos paramilitares y terroristas contra lideresas de desplazados en las regiones de Cauca y Sucre. Asimismo, se reportan en Guatemala 59 defensores de derechos humanos asesinados, varios de los cuales fueron realizados contra quienes promueven el esclarecimiento de violaciones de derechos humanos durante el conflicto armado interno. Y en México se reportan alrededor de 61 defensores (del medio ambiente, líderes indígenas, por los derechos de las mujeres, entre otros) asesinados principalmente en los estados Chihuahua, Chiapas, Oaxaca y Guerrero, cometidos en sus mismos domicilios, comunidades o lugares públicos, por medio de actos de tortura, ocasionados por grupos delictivos y autoridades estatales. Habría que anotar que el informe de la CIDH es anterior al caso de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa aunque, pese a eso, vaticinaba con fatal precisión que: “habría ocasiones en que las autoridades estatales solicitan al crimen organizado realizar el “trabajo sucio” como método para eludir su responsabilidad”. En el Perú las cosas parecen suceder tal y como se han presentado en dicho informe. Como señala la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos[2], al menos 25 civiles habrían fallecido durante el gobierno actual como resultado de la intervención de las fuerzas del orden en protestas sociales, casi todos por armas de fuego y donde un 10% de las víctimas fueron menores de edad. Pero la violencia física, que atenta contra la vida e integridad, es solo el final de un continuum que engloba también la violencia institucionalizada: la violencia legal y judicial. Varias leyes recientes han aumentado indiscriminadamente las penas por delitos contra el orden público, han flexibilizado los requisitos para la intervención de fuerzas militares en conflictos sociales y han favorecido la impunidad de los agentes que cometan excesos (Decretos Legislativos 982, 1094, 1095 y 1096, entre otros). Solamente alrededor del conflicto por el proyecto Conga en Cajamarca, se han abierto más de 50 procesos penales y/o de investigación contra aproximadamente 250 participantes de las marchas, acusándoseles en los casos más extremos de delitos de sedición con penas de hasta 25 años de cárcel. La mayoría de esos procesos no respeta los principios penales de legalidad y responsabilidad individual, ni tampoco garantiza el derecho al debido proceso de los acusados[3].

¿Por qué tanta violencia puede ser ejercida impunemente? Es en este punto donde debemos considerar el rol que juegan los medios de comunicación, a partir del video reciente donde se muestra cómo agentes policiales “siembran” un arma a un detenido que se manifestaba en contra del proyecto minero Tía María (Arequipa), para ser fotografiado y publicado masivamente como la supuesta prueba de que los manifestantes “están armados” y “son peligrosos”.

Sin cierto nivel de legitimidad social el Estado no puede desplegar su actividad coercitiva pues podría aparecer como arbitraria. Es ahí donde juegan un rol crucial los medios de comunicación, a través de la construcción de sentidos simbólicos que justifican la respuesta represiva del gobierno. Son el instrumento para la consolidación de una hegemonía cultural que califica a quienes protestan como “enemigos del progreso” en su forma más condescendiente, y como “terroristas anti mineros” en su forma más perversa. Los discursos construidos en los medios son planificados en estrategias comunicativas depuradas: se radicalizan cuando las protestas son lideradas por bases sociales organizadas y conglomerantes (sindicatos, frentes de defensa, movimientos juveniles, etc.), pasando de la descalificación de la protesta por ilegítima o ilegal a la asociación de ésta con “grupos radicales de izquierda” o directamente con el terrorismo (activando en la sociedad reflejos de miedo y auto-defensa por el recuerdo reciente del conflicto armado interno).

Sin embargo, haríamos bien en no detenernos ahí en la búsqueda de responsabilidades. No se trata solo de medios de comunicación, se trata también de nosotros. El entramado de leyes, instituciones, actores y acciones que configuran la criminalización de la protesta social no es otra cosa que un reflejo de nuestra propia sociedad; en otras palabras, si la violencia no fuera fruto de una suerte de “consenso represivo”, sería imposible sostenerla en el tiempo. Como dice Bourdieu, en la sociedad contemporánea predominan los mecanismos de conservación del capital social, y esta reproducción del orden social se explica por múltiples estrategias que los agentes ponen en práctica para la apropiación del capital en sus distintos tipos. La criminalización de la protesta es un sistema controlado por ciertos agentes, cuyo fin es hegemonizar el poder simbólico de calificar a “los otros que protestan” como enemigos de la sociedad.

Ante la ausencia o ineficacia de canales institucionales para la influencia política, la protesta social es la última forma de representación política de sectores marginados en el país. Sostener el consenso represivo es una forma de negarse al diálogo, y esto constituye la más grave amenaza para nuestra democracia en la actualidad. Mientras no tomemos conciencia del valor fundamental del derecho humano a disentir, los medios de comunicación seguirán  produciendo sencillamente lo que queremos ver o leer.


[1] COMISIÓN INTERAMERICANA DE DERECHOS HUMANOS. Segundo Informe sobre la situación de las defensoras y los defensores de los derechos humanos en las Américas. OEA documentos oficiales; OEA/Ser.L. Diciembre, 2011. Enlace: https://www.oas.org/es/cidh/defensores/docs/pdf/defensores2011.pdf

[2] COORDINADORA NACIONAL DE DERECHOS HUMANOS. “Conflictos sociales y vulneración de derechos humanos en el Perú”. Informe presentado a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos con ocasión de la audiencia temática celebrada en el 147° periodo de sesiones. Lima: marzo 2013.

[3] Esta información analizada a detalle se encuentra en mi investigación titulada “El sistema de justicia penal y el derecho a la protesta: El caso del proyecto minero Conga (Cajamarca, 2012)”, publicada en: http://repositorio.pucp.edu.pe/index/handle/123456789/41311

Jose Saldaña Cuba
Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú con la tesis “Los votos singulares en el Tribunal Constitucional del Perú” (2012) obteniendo la mención sobresaliente. Trabaja e investiga en temas de derecho constitucional y derecho electoral. Profesor de la Facultad de Derecho – PUCP, y miembro del Centro de Estudios de Filosofía del Derecho y Teoría Constitucional.