No va a ser este texto un recuento de las formas de autoritarismo de la década de gobierno de Alberto Fujimori, ni tampoco una defensa del régimen político “recuperado” desde el 2001. Por el contrario, me propongo desarrollar conceptos y valoraciones alrededor de la idea de democracia en el Perú de hoy, para luego hacer un modesto intento de reinvención de su legitimidad frente la crisis que padece en la actualidad. Las ideas que comparto ahora vienen siendo una inquietud desde hace algunas semanas producto de mi interés no erudito por la teoría política de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe[1], los cuales me han obligado a confrontar concepciones previas de democracia (De John Rawls y Jürgen Habermas)[2] aprehendidas principalmente durante mi formación en la Facultad de Derecho. Tengo la esperanza de que ésta sea una breve y buena síntesis y, sobre todo, que motive a los lectores a pensar sobre nuestro país; pensar para poder construirlo mejor.
Golpe, recuperación democrática y la promesa insatisfecha
Poca gente recuerda el golpe fujimorista de 1992, menos aún lo recuerdan como un hecho negativo intrínsecamente. Pero creo que hay varias razones para sostener que ese golpe de estado fue nefasto para los derechos humanos de las peruanas y peruanos, la separación de poderes y el control del poder, y la transparencia en el manejo de los recursos públicos. El hecho político del autogolpe y su correlato jurídico – la Constitución de 1993- fue el marco de garantía para que el gobierno de Alberto Fujimori pueda matar personas y violar mujeres impunemente, despedir arbitrariamente a trabajadores, ensanchar la desigualdad, cooptar instituciones y comprar autoridades, robar y privatizar empresas del estado (para robar más).
Ni siquiera los más entusiastas fujimoristas podrían negar que el golpe fue un acto autoritario y que el gobierno, pese a adaptarse con los años a ciertas formas democráticas, persistió en la mayor parte de estas prácticas. Se limitan a justificar el golpe con la frecuente excusa de que “fue una medida extraordinaria y necesaria para el país”, agregándole los problemas del terrorismo y la crisis económica de fines de los ochenta. Por eso, según la opinión dominante, con la caída del régimen se abrió una nueva etapa en la vida del país, donde la democracia habría sido “recuperada”, cuando menos puesta a salvo de algunas de las expresiones autoritarias más excesivas.
Y ciertamente resulta difícil negar que nuevos bríos para la democracia peruana surgieran luego de la caída del fujimorismo y los nuevos gobiernos elegidos, al fin, por medio de elecciones transparentes. Pero también debería resultar difícil negar que la promesa de la democracia, como sistema político en todo el país, abarcara varias cosas más que solo elecciones libres y transparentes. La promesa de la democracia ha sido y es la cobertura igualitaria de derechos, así como el control del poder para evitar los abusos y la corrupción. ¿Por qué entonces esa promesa permanece insatisfecha hasta hoy, y por qué la democracia liberal, en particular, es incapaz de llenar este vacío en nuestro país?
Los vaivenes de la democracia liberal y sus límites epistemológicos
La democracia liberal es la articulación contingente en la historia de dos corrientes de pensamiento: liberalismo y democracia. En nuestro país esta articulación se impulsó, por un lado, alrededor del Consenso de Washington, donde Perú forma parte de un grupo de estados que implementó reformas económicas de libre mercado, y por otro lado, por la llamada “recuperación” de la democracia desde el 2001, garantizando un marco de ejercicio de derechos civiles y políticos para los ciudadanos. El énfasis de la democracia liberal está puesto pues en el liberalismo (por eso las elecciones libres y transparentes son un gran logro a exhibir) y, en cambio, se presta poca atención a la democracia, que es esencialmente soberanía del pueblo e igualdad (por eso los derechos sociales están subordinados a las asignaciones presupuestales disponibles).
Ahora bien, con sus limitaciones, no se puede decir, en términos histórico políticos (desde el 2001 en adelante), que la democracia liberal en el Perú no haya cumplido sus objetivos mínimos tal y como fue planteada por sus impulsores. Es decir que dentro de lo poco a lo que ha aspirado, ha sido satisfactoria: la economía creció y generó puestos de trabajo, la pobreza se redujo cuando menos bajo los índices planteados en el ámbito internacional, no se asesina ni encarcela a los opositores como en la época de las peores dictaduras, hay un cierto nivel de autonomía de los poderes públicos que permiten ejercer control sobre otros. Sin embargo, en la actualidad, se vislumbran también problemas cada vez más preocupantes a los que este modelo de democracia no parece poder responder en absoluto: la economía dependiente de los mercados externos que cada día crece menos, los conflictos socio-ambientales en defensa del territorio, la corrupción generalizada en todos los niveles de poder público, el poder económico globalizado rebasando el poder de cualquier estado, la concentración de medios de comunicación, la inseguridad ciudadana, y las demandas de reconocimiento de derechos de minorías sexuales e indígenas.
Porque en realidad lo que sorprende no es que existan estos problemas, sino que nos encontremos en un estado tal que no se proporcione respuestas satisfactorias de ningún tipo a ellos. La democracia liberal es desnudada en sus debilidades epistemológicas debido a estos problemas, acentuados en tiempos de crisis sistémica del capitalismo como fenómeno global. Las filosofías detrás de ella no dan alternativas: ni el planteamiento de Rawls sobre el pluralismo razonable y su teoría de la justicia como mínimos de equidad y cooperación entre individuos (a partir de la estrategia del “velo de la ignorancia”), ni la democracia deliberativa de Habermas a través de la cual se construye un diálogo ciudadano con reglas procedimentales neutrales para alcanzar verdades “no fijas” que sean fuente de legitimidad de las decisiones públicas.
No hay soluciones en estas teorías porque cualquier forma de consenso “mínimo” sobre lo que es justo o moral para la toma de decisiones es finalmente un ejercicio de poder. La delimitación de aquello que es razonable y lo que no lo es, justificado en la supuesta superioridad de una forma de racionalidad o moralidad, es un intento de la democracia liberal por naturalizar lo que es simplemente una articulación contingente/histórica (colonial en el caso peruano). La democracia liberal es el resultado de una cierta articulación política hegemónica (en términos gramscianos), de una cierta construcción de la identidad de un pueblo (lo que implica un proceso simultáneo de inclusión –“nosotros”- y exclusión –“ellos”). Y en el Perú esa articulación se produce como consecuencia de una hegemonía neoliberal, que constituyó una identidad (emprendedores, técnicos y/o tecnócratas, ciudadanos que buscan paz, etc.) y que excluyó otra (trabajadores, minorías raciales, sexuales, indígenas, terroristas, etc.). Pero es claro que tal hegemonía ya no es tan robusta como antes, y la democracia liberal se muestra impotente, precisamente porque su constitución forma parte esencial de los problemas que hoy vivimos como humanidad y como nación.
Democracia radical, diversidad y nueva hegemonía
A veces, cuando uno enciende la televisión y ve los noticieros, sorprende que las noticias sobre lo que pasa en el Congreso ocupe tal cantidad de tiempo, y todavía más que algunos parlamentarios se esfuercen tantísimo a través de sus declaraciones por aparecer como grandes opositores al gobierno. Pareciera que quieren montar una obra teatral política donde posturas verdaderamente antagónicas son puestas en conflicto a debatir y medir fuerzas. Pero es notorio que tal oposición no existe, que no son adversarios ni mucho menos enemigos políticos, que están de acuerdo con los aspectos centrales del funcionamiento del sistema económico, social y político del país. Reflexionado seriamente, en economía los verdaderos opositores del gobierno deben ser sobre todo aquellos que cuestionan el modelo de desarrollo y plantean alternativas a la exportación de materias primas, a partir de nociones como el “buen vivir” o “decrecimiento económico”; en el social, los que remecen la tranquilidad habitual del sistema son por ejemplo los grupos que reclaman unión civil y matrimonio igualitario de parejas homosexuales; y en el plano político, los frentes de defensa regionales o los movimientos de jóvenes como los que marcharon contra la ley del régimen laboral juvenil recientemente.
Ninguno de estos opositores está realmente presente en el Congreso, ni tienen niveles de influencia en otros ámbitos institucionales de la democracia liberal. Lo que está sucediendo es que las reglas planteadas por este modelo de democracia han eliminado el antagonismo o la disputa política, y lo único que realmente está en juego en cada elección es la administración de la política. La verdadera oposición al gobierno está completamente fuera de ese juego, de sus reglas, porque el momento constitutivo hegemónico (quizás el golpe de 1992 y la Constitución de 1993) demarcó una línea excluyendo actores e ideas (desarrollo agrario, derechos laborales, pueblos indígenas, etc.). Sin embargo, la promesa de una auténtica democracia, que alude centralmente a igualdad y soberanía del pueblo, sigue latente.
Ante esta paradoja democrática de la democracia liberal, que consiste en fundar la política sobre la base de una exclusión originaria supuestamente superior en términos morales, Laclau se esfuerza por identificar en diversos movimientos ciudadanos recientes alrededor del mundo un despertar democrático radical. Una construcción del pueblo que integre a estos sectores excluidos planteando una reconfiguración de las relaciones de poder, reinventando las nociones que hemos dado por sentadas en la democracia constitucional. Por eso, lee en esta clave el peronismo de los Kirchner o el proceso del Movimiento al Socialismo (MAS) con Evo Morales, o varias de las figuras de Syriza en Grecia y Podemos en España se ven reflejados a sí mismos en este tipo de comprensión teórica sobre sus luchas políticas.
Las diferentes formas de organización que se están gestando en nuestro país para hacer frente a los problemas planteados (economía, contaminación, corrupción, inseguridad, etc.) son sumamente diversas y plantean el difícil reto de construir una nueva hegemonía que sea capaz de hacer frente a un sistema muy organizado y respaldado por dinero y armas. Y de hecho, el capitalismo globalizado es un fenómeno tal que favorece una gran dispersión de fuerzas dificultando aún más la construcción de un nuevo “pueblo”, pero el reto consiste precisamente en identificar, dentro de cada lucha o resistencia particular, aquello que puede ser común o universal. Cada lucha puede ser universal cuando es constituida en el marco de un proceso social efectivo (acción política, afecto y comunicación). Cada resistencia puede encarnar todas las resistencias, sin perder su particularidad.
A 23 años del golpe de Fujimori, antes que lamentos u odios, hay lecciones que no debemos olvidar. Si antes se pudo constituir una hegemonía que excluyó a grupos y luchas determinadas que hoy comienzan a ver la luz, el reto de nuestros tiempos tiene que ver con la construcción de una nueva alternativa que los incluya. Esa alternativa tiene que construir una hegemonía cuestionando la idea de que la economía debe crecer a costa del consumo infinito y la explotación de los recursos naturales, de que la desigualdad social es una consecuencia natural de la economía y no una tara para la construcción de una comunidad libre, de que la igualdad de género es una lucha marginal. Diría más en suma: Tenemos que ser capaces de crear un constitucionalismo propio, que recoja también los aportes de la democracia liberal (lo referente a derechos humanos, quizás), pero que esté abierta a un proceso de deconstrucción permanente fomentada por las nuevas resistencias. Y, finalmente, fundar un nuevo pacto social, una democracia radical y poscolonial; sin perder de vista que esta nueva articulación será también contingente, y deberá cambiar en el futuro.
[1] Principalmente: Hegemonía y estrategia socialista de Laclau y Mouffe; La razón populista de Laclau; La paradoja democrática, y En torno a lo político de Mouffe.
[2] Principalmente: El liberalismo político, y Teoría de la justicia de Rawls; y facticidad y validez: sobre el derecho y el estado democrático de derecho en término de teoría del discurso de Habermas.