Las redes sociales, y la tecnología en general, han posibilitado que los políticos de nuestros tiempos estén en mayor riesgo de ser observados y han fomentado la participación y la movilización ciudadanas. Hace ya algún tiempo la utilización de estas herramientas ha sido la constante para convocar a la población a tomar las calles y, en ocasiones, han logrado avances democráticos importantes, como la “marcha de los cuatro suyos”, el “13M” o la “primavera árabe”.
Claro, siempre nos enfrentamos al riesgo de encontrar una serie de excesos, ideas trasnochadas, ingenuas, simplemente repetidoras, fakes u otros intentos de sicosocial. Los últimos acontecimientos en la política nacional, por ejemplo, han traído consigo una variedad increíble de hashtags, que me han generado rabiosa indignación (#MamaniHéroeNacional), tierna incertidumbre, al no saber si la principal reacción de los indignados en el Perú se debe a una dolencia física o sicológica (#ComoDuelesPerú), pero, sobre todo, preocupación (#QueSeVayanTodos) por su masividad y ligereza.
Dos fueron los grandes destapes audiovisuales que acabaron con gobiernos en el Perú: los “Vladivideos”, que propiciaron la caída de Alberto Fujimori en 2000, y los “Kenyivideos”, que aceleraron la profetizada salida de Pedro Pablo Kuczynski de Palacio de Gobierno, hace pocas horas. Aunque ambos tienen como protagonistas a operadores fujimoristas y exponen el intento de comprar congresistas de oposición para favorecer, o no perjudicar al gobierno de turno, las consecuencias políticas no tendrían por qué ser las mismas, y me refiero particularmente a la investidura del nuevo Presidente de la República y a la convocatoria de elecciones generales, incluidas las del Congreso.
La razón de esta postura, opuesta al #QueSeVayanTodos, radica en que ni el nivel de corrupción actual en el país se equipara al impuesto, por más de una década, por Fujimori y Montesinos, ni todas las instituciones se han contagiado de este flagelo, que ralentiza el desarrollo del país y arrebata derechos a los que más necesitan de la intervención del Estado. Además de que, dado el estado actual de la economía, no podemos darnos el lujo de mantener un clima de incertidumbre política que desincentiva las inversiones. Por el contrario, en el escenario post renuncia debe primar una apuesta por el fortalecimiento de las instituciones democráticas, lo cual implicará evitar destruirlas por completo para volver a empezar, y forjar un sistema serio y eficaz que evite que la corrupción invada –otra vez- nuestra todavía incipiente Democracia.
Un elemento más me lleva a mantener esta postura: la experiencia de gobierno de transición en el Perú no produjo los resultados esperados en la lucha contra la corrupción. Todos extrañamos al honorable Presidente Paniagua, el hombre que le devolvió la esperanza a este país, el Presidente de la transición. A los jóvenes de mi generación, por primera vez, nos mostró que un político podía llegar a ser un líder respetado incluso por los corruptos, reconocido por el pueblo, honesto, íntegro. Un hombre como el que uno quiere llegar a ser cuando sea grande.
Lamentablemente, las ilusiones entusiastas duran poco en el Perú. Ni siquiera un régimen de transición, liderado por un hombre de amplias cualidades como Paniagua, pudo evitar que Toledo sea elegido Presidente de la República en 2001. Sí, Toledo, el de las firmas falsas, el que se vio obligado a reconocer a su hija para no ser vacado, el del secuestro en el “Melody”, el del “avión parrandero”, el de Ecoteva, el de las mansiones y oficinas de lujo, el acusado de recibir coimas por 20 millones de dólares de Odebrecht, el de la prisión preventiva, el de la fuga a los Estados Unidos. Paniagua tentó en 2006 la Presidencia de la República, obtuvo 7%. Toledo estuvo muy cerca de pasar a la segunda vuelta electoral en las elecciones presidenciales de 2011.
La transición, con renovación total del Ejecutivo y el Congreso de la República, tampoco sirvió para evitar el regreso, entre algarabía y vitores, del ex presidente García, en 2001, meses después de que cayera el régimen fujimorista. Sí, Alan García, el del dólar MUC, la leche ENCI, el de las colas interminables, la hiperinflación cercana al 3,000%, el que volvió de su exilio solo después de que la Corte Suprema declarara prescritos todos los delitos que le fueron imputados. Para algunos de sus opositores, aún tiene que responder por “el enriquecimiento ilícito, el BCCI, los mirage, el departamento en París, las coimas del tren eléctrico, la fundación Rayons de Soleil, Sergio Siragusa, la masacre en los penales, y el Comando Rodrigo Franco”. García no solo se libró de la justicia peruana, sino que ganó las elecciones de 2006. Su segundo gobierno (2006-2011) no fue ajeno a serias acusaciones de corrupción y de desprecio por las poblaciones indígenas en el país. A este gobierno le debemos los neologismos “petroaudios”, “narcoindultos” y “baguazo”.
El último gobierno, antes de llegar al del Kuczynski, fue el de Ollanta Humala, hoy recluido en un centro penitenciario junto a su esposa Nadine Heredia, acusados de formar parte de una organización criminal encargada de lavar activos, y de recibir financiamiento ilícito para sus campañas de 2006 y 2011. Durante su gobierno se le acuso de reglaje a sus opositores y de mantener vínculos con Martín Belaunde Lossio, que facilitaron que la empresa Antalsis gane licitaciones por más de 150 millones de soles. En las campañas electorales fue acusado de vulnerar derechos humanos en la localidad de Madre Mía, mientras se desempeñaba como capitán del Ejército peruano. Aunque el caso fue archivado posteriormente, en 2006 fue sometido a un proceso judicial por homicidio calificado, desaparición forzada y lesiones graves.
En resumen, fueron cuatro los gobiernos que se sucedieron, después del gobierno corto de transición democrática del Presidente Paniagua. Los cuatro hoy son acusados de corrupción, sin contar con que a la ex primera dama en la década fujimorista y candidata a la Presidencia en dos oportunidades, Keiko Fujimori, también se le imputan esta clase de delitos.
El escándalo desatado por Lava Jato, la estrategia anticorrupción más grande implementada en Brasil, a raíz de que se conocieron operaciones de lavado de activos que pretendían blanquear los sobornos que fueron entregados por constructoras brasileñas a funcionarios públicos de alto nivel, salpicó también a la política peruana.
Gracias a una investigación policial en Brasil, descubrimos, en el Perú, el entramado de corrupción del que no se libraba ninguno de los presidentes electos después de la dictadura de Alberto Fujimori. Pero, peor aún, que el gobierno de transición había fracasado en su intento de marcar un hito en la lucha contra la corrupción en el país. Las razones de esta evidente derrota pueden ser muchas y variadas. Me permito ensayar algunas: i) se convocó a elecciones generales sin ajustar sustancialmente el sistema electoral, lo cual supuso cargar con los mismos pasivos de las anteriores elecciones; ii) las instituciones encargadas de perseguir el delito demoraron en reconstruirse y fortalecer sus estrategias de intervención, por lo cual continúan sin obtener resultados importantes; y iii) la desafección política de la ciudadanía. La misma población eligiendo representantes bajo las mismas reglas de juego, sin que ninguno de los candidatos se encuentre fuera del espectro de elegibles solo podía llevarnos a repetir la larga historia de corrupción e impunidad en el país.
La adopción de medidas para (ahora sí) aprovechar el contexto político y sentar bases sólidas para la lucha contra la corrupción, en definitiva, no es un proceso de corto aliento ni debería ser improvisado. Por el contrario, debe ser uno reflexivo e inclusivo, que logre, por lo menos, cambiar los tres puntos que hemos propuesto como causas del fracaso del sistema anticorrupción post transición. En las siguientes líneas se esbozarán algunas ideas generales sobre lo que deberíamos hacer como país para sobreponernos a la crisis política actual, después de la renuncia del Presidente Kuczynski y, con menos pretensión, establecer un sistema que sirva para prevenir y combatir la corrupción en el Perú.
- Propiciar la estabilidad política del gobierno del Presidente Vizcarra
El Perú no puede parar. Un gobierno de transición corto, cuya principal misión sea convocar a elecciones generales, no evitaría que se cometan los mismos errores del pasado, tampoco reactivar la economía ni continuar a buen ritmo con las políticas de impacto social que se han venido implementando. El Perú necesita continuar en Democracia y desarrollo, y eso pasa por utilizar los mecanismos constitucionales menos gravosos previstos para superar este tipo de crisis. La Constitución vigente dispone en su artículo 115° que, ante el impedimento temporal o permanente del Presidente de la República, asume sus funciones el Primer Vicepresidente. En defecto de éste, el Segundo Vicepresidente. Añade que solo por impedimento de ambos, el Presidente del Congreso. Si el impedimento fuese permanente, el Presidente del Congreso convocaría de inmediato a elecciones.
Tanto el Presidente saliente como el Primer Vicepresidente se han mostrado a favor de una transición constitucional. Martín Vizcarra, quien además ha demostrado honestidad y buena gestión durante su mandato frente al Gobierno Regional de Moquegua, es quien debería, según el texto constitucional, asumir la Presidencia de la República. No existen impedimentos legales o cuestionamientos a su trayectoria política para que ello ocurra.
Un elemento práctico de la política peruana actual también nos lleva a preferir mantener en la Presidencia de la República a Martín Vizcarra y a oponernos al #QueSeVayanTodos: no habría nadie en el Congreso actual que dé la talla para asumir una presidencia de transición. Además, lo más probable, es que, dada su abrumadora mayoría parlamentaria, terminaríamos con un presidente fujimorista, cuyas medidas de transición estarían totalmente deslegitimadas, en vista del gran rechazo de la población a Fuerza Popular y a su líder Keiko Fujimori.
Como es posible apreciar, es preferible que el Primer Vicepresidente Vizcarra asuma la Presidencia de la República y culmine el periodo para el que fue elegido. Sin embargo, coincidimos en que su gobierno debe ser, sin lugar a dudas, un gobierno de transición. Los tres años que le quedan tienen que servir para sentar bases sólidas en la lucha contra la corrupción en el país, y construir un nuevo sistema electoral con todos los actores políticos con posibilidades de participar en las próximas elecciones generales de 2021.
- Reformar las reglas de juego
Modificar las reglas de juego en la elección de representantes es imprescindible para obstaculizar el ingreso a la política de personajes que podrían suponen un grave riesgo para los sistemas democrático y anticorrupción en el Perú. Pese a los avances en la materia, el financiamiento ilegal de campañas electorales, la deficitaria democracia interna de los partidos y la inexistencia de un real sistema electoral configuran, entre otros, puntos críticos que es necesario atender en lo inmediato.
En estos tres años del gobierno de transición, el Presidente Vizcarra tendría que impulsar dichas reformas y, claro está, hacer política de la buena para incentivar el diálogo y el compromiso de todos los partidos políticos. Este es el contexto propicio para trabajar en la materia e, incluso, podría llegar a ser el punto de encuentro multipartidario que le permita mayor gobernabilidad.
- Fortalecer las instituciones encargadas de perseguir delitos ligados a la corrupción
Como ya hemos adelantado, el descubrimiento de actos de corrupción, en los que estaría inmersa la mayoría de líderes políticos en el Perú, se debió a la investigación de instituciones extranjeras. No fueron hallazgos de entidades nacionales. Por el contrario, a las nuestras se les acusa de operar con lentitud, desproporcionalidad e, incluso, parcialidad en las investigaciones y procesos judiciales. No es evidente que ello se deba a que han sido alcanzadas por la corrupción, por lo menos no en los casos en los que se encuentran involucrados los ex presidentes de la república y candidatos presidenciales.
Es por ello que en los tres años del gobierno de transición del Presidente Vizcarra debería apostarse por fortalecer, por ejemplo, a la Unidad de Inteligencia Financiera de la SBS y a las áreas vinculadas a la lucha contra la corrupción en la Policía Nacional, Ministerio Público y Poder Judicial. Somos de la idea de que es menos complicado y más saludable para la Democracia en el país contar con instituciones caracterizadas por la celeridad, rigurosidad y justicia en sus actuaciones, antes que intentar cambiar la cultura política/electoral de la población. En Democracia, el sistema de justicia tendría que mantener alejados del espectro de elegibles a candidatos que tengan indicios razonables de haber pervertido el sistema, anteponiendo sus intereses particulares a los de la nación. En Democracia, la justicia es exigible; el cambio de cultura, esperable.
- Fomentar el control ciudadano al poder público
En una entrevista que el diario La República le hizo el 14 de enero de 2018 a César Hildebrandt, este se pregunta “¿merecemos una Democracia atenta, vigilante, culta? ¿qué hemos hecho para merecerla? ¿hemos sido exigentes? ¿nos ha preocupado la usurpación del poder? ¿no resulta que nos salvó un videotape [en referencia al primer vladivideo]?, entonces ¿no será que nos merecemos esto?”.
En efecto, pareciera que la ciudadanía en el Perú se ejerce, o se medio ejerce, cada que aparece un video que da cuenta de hechos graves de corrupción funcional. El desinterés o la desafección por la política ha generado indiferencia ante la corrupción y la inmoralidad política. La lucha anticorrupción va a ser eficaz siempre que exista un real y permanente involucramiento de la población organizada.
No nos atrevemos a identificar las causas de esta desafección. De lo que estamos convencidos es que en los tres años de gobierno restantes se tendrían que implementar estrategias para sacar a la población de su aletargamiento ciudadano, de su indignación facebookiana y su protesta twittera. Se deberán generar incentivos eficaces para garantizar la permanente vigilancia de la población organizada a las acciones del poder público.
- Promover la participación en política de la ciudadanía ilustrada, democrática y comprometida con los intereses de la nación
Salvo escasas excepciones, si uno pretende ubicar a los especímenes más impresentables en el Perú, únicamente tendría que pasar lista a las autoridades elegidas por votación popular. Por qué los peruanos siempre tenemos que elegir a los que conocen poco o nada de la instancia para los que fueron elegidos, a los que conocen poco o nada de cualquier cosa, a los que no representan a nadie, a los corruptos, a los que hicieron fortuna con actividades ilegales, a los que falsificaron toda su historia académica. Hay quienes solo culpan al pueblo por no saber elegir: es un problema de los consumidores que, al ser poco exigentes, mantienen en el mercado político a aspirantes poco competitivos.
Es cierto que el sistema electoral, la necesidad de recursos para financiar campañas y la inexistencia de filtros obligatorios para postular favorecen el ingreso casi de cualquiera a la política. Sin embargo, tampoco podemos perder de vista que existe poco compromiso de las personas que, creyéndose más preparadas y con mayor catadura moral que sus representantes, deciden mantenerse al margen de cualquier cargo político. Corresponderá entonces generar los incentivos suficientes para atraer a la política, en igualdad de condiciones y sin discriminación, a ciudadanos preparados de todas las regiones del país, comprometidos con la Democracia, de probidad comprobada, y al servicio de la nación.
A Pedro Pablo Kuczynski lo persiguió una mototaxi armada con las piezas más corroídas de la política peruana. En su intento de escape, entró en una ruta que sus opositores bien conocían. Mala decisión: la mototaxi se lo llevó de encuentro, nos llevó de encuentro. Kuczynski, dadas sus circunstancias, es un paciente irrecuperable. Nosotros, como país, estamos a tiempo de volver a levantarnos, si tomamos decisiones acertadas, bien pensadas, poco apresuradas. La iniciativa del #QueSeVayanTodos es entendible dado el hartazgo de la población; nada razonable, si pretendemos atravesar por dos procesos de transición cortos en menos de dos décadas, con la experiencia infructuosa en materia anticorrupción del primero y en medio de un preocupante estancamiento económico.