1.- Introducción. Pluralismo y cultura política democrática
La valoración de la diversidad humana – cultural, religiosa, sexual, o de cualquier otra índole – constituye un elemento básico de cualquier proyecto de ética cívica mínimamente lúcido y significativo. Las sociedades contemporáneas albergan la diversidad como un factum. Aquellas que están organizadas según la estructura de un Estado democrático de derecho se trazan además como un propósito político crucial el promover el encuentro entre los múltiples modos de pensar el mundo y conducir la vida en un marco de libertad e igualdad. Cualquier cosmovisión y forma de vida que sean compatibles con este marco normativo democrático son bienvenidas en los fueros de una sociedad genuinamente pluralista.
Una sociedad democrática cultiva la comunicación de las diferencias y ofrece espacios para el mutuo aprendizaje de personas y colectividades con ideas y convicciones distintas. No promueve exclusivamente la tolerancia frente a las concepciones del bien y los estilos de vida, sino el reconocimiento, una experiencia que va más allá de ella. Se trata del encuentro dialógico entre seres humanos que llevan múltiples historias consigo, así como un conjunto de creencias y valoraciones sobre el mundo y la existencia humana en él. La tolerancia supone únicamente admitir las diferencias de género, cultura, religión, clase social, etc., como elementos presentes en los escenarios de la vida pública y privada; el reconocimiento implica que estas diferencias se conviertan en un foco de conversación cívica, con el propósito de ampliar (y repensar) los horizontes de comprensión de los agentes, así como edificar una cultura política comprometida con los derechos fundamentales y con un estricto sentido de justicia.
Las democracias liberales que se configuran políticamente en sociedades multiculturales requieren de una condición de “pluralismo razonable” – para decirlo en términos de Liberalismo político de John Rawls -; vivimos en una sociedad habitada por múltiples tradiciones morales, filosóficas y religiosas, pero que necesita que cada una de aquellas tradiciones particulares acepte la existencia de las demás, se comunique con ellas, y esté dispuesta a cooperar con ellas si hace falta. En una condición como aquella, cada una de estas tradiciones – a partir de sus razones internas – considera que las personas son libres e iguales y merecen un trato conforme con estos atributos[1]. Aquellas concepciones se interpretan como consistentes con las exigencias de justicia que subyacen al imperio de la ley.
Esta situación es en parte el resultado de un proceso histórico de reflexión, así como prácticas de comunicación y conflicto con el sistema político de la democracia liberal. En este proceso, las tradiciones se reformulan y cambian de perspectiva, a veces como resultado de la tensión y de la crítica. La libertad, la igualdad y el trato justo son valores públicos que incorporamos a nuestras vidas, que pasan por nuestra mente y por nuestro corazón. Ellos sostienen la dimensión procedimental de la democracia, pero también constituyen un modo de vida que orienta a los ciudadanos a participar en la res publica. Por eso requieren del trabajo de la formación, lo que los griegos denominaban paidéia. Se trata de un proceso de adquisición de capacidades y excelencias de juicio y de carácter orientadas a la percepción del otro como un agente libre y digno, un fin en sí mismo, destinatario último de las normas e instituciones que constituyen el orden público. Esta clase de educación debe entrar en diálogo con las múltiples formas de filiación y pertenencia que asumen las personas en el curso de su vida.
La pertenencia cultural constituye un elemento significativo de la identidad, pero no es el único. Nuestra identidad está constituida por diversos vínculos, propósitos y actividades. Nuestro modo de ser no está tallado sobre un solo bloque de piedra. Amartya K. Sen y Amin Maalouf han examinado la pluralidad de facetas de nuestro sentido del yo: origen geográfico, nacionalidad, residencia, género, clase, cultura, religión, profesión y oficio, ideas políticas, preferencias literarias, ideas filosóficas, y un largo etcétera. No existe una jerarquía a priori de estas determinaciones y vínculos sociales[2]; ella depende del razonamiento práctico y de la decisión de la propia persona, de cara a su situación, mundo vital y posibilidades de acción[3]. Comprender el lugar de cada una de estas dimensiones de la identidad implica comprender su importancia en la trama dramática que le da sentido al relato de nuestra existencia. Esta trama es fruto del discernimiento situado – encarnado – del propio agente. Se trata del trabajo de aquello que Aristóteles llamaba noús praktikós (razón práctica), la capacidad de deliberar y entre elegir opciones vitales rivales en función de las razones que les asignan valor o las privan de él, tomando en cuenta la especificidad de los contextos en los que actuamos.
2.- El concepto de ciudadanía. Titularidad de derechos y agencia política
La ciudadanía constituye una de las facetas centrales de la identidad. Es una dimensión política y legal del yo concreto que acompaña a todas las demás dimensiones de la identidad personal cuando estas se despliegan en el curso de la vida. Por “ciudadanía” aludimos a dos elementos básicos para la vida pública. En una perspectiva moderna, 1) el ciudadano es titular de derechos universales y libertades individuales, en conformidad con una interpretación contractualista de la justicia. La fuente de legitimidad del ejercicio del poder político y de las propias instituciones es el respeto irrestricto de tales derechos y libertades fundamentales. En la clave de una herencia clásica – común al pensamiento de los griegos y los romanos – 2) el ciudadano es un agente político concreto, es decir, un sujeto capaz de intervenir activamente en la dinámica de la legislación, el debate público y la vigilancia del uso del poder político por parte de las autoridades elegidas. Podemos recordar la famosa tesis de Aristóteles, según la cual el ciudadano es aquel que gobierna y a la vez es gobernado[4].
Se trata de dos concepciones complementarias de ciudadanía[5]. El énfasis en los derechos fundamentales requiere de una ciudadanía activa que esté comprometida con su defensa en tiempos de crisis, e incluso en la política del día a día. Sin esta clase de praxis, los derechos pueden ser conculcados por autoridades inescrupulosas o por gobernantes guiados por una inaceptable vocación autoritaria. Del mismo modo, en la escena democrática contemporánea, el ejercicio de la política encuentra en el vocabulario y la práctica de los derechos el corazón mismo del debate público y de la acción cívica. Estamos hablando de dos componentes básicos de nuestra identidad política.
La diversidad cultural – además de otras diferencias significativas para el desarrollo de la identidad – subyace a (y está presente en) la condición de ciudadano. Personas que provienen de culturas distintas, que profesan credos religiosos y convicciones éticas y sociales diferentes, pero que habitan la misma comunidad política, comparten la ciudadanía como una condición y una actividad que les es común. Observan la misma carta constitucional, participan de las mismas instituciones estatales y se reconocen en una misma historia política y social; todas estos aspectos de la vida común constituyen fuentes de valores públicos particularmente significativos. El sentido de justicia y solidaridad asociado a la defensa de los derechos humanos y a la participación cívica es la expresión de estos valores. Estas excelencias requieren de procesos pedagógicos que hagan posible su incorporación en la vida, como competencias que orientan la deliberación y la acción política.
Quisiera examinar dos elementos cruciales para la construcción de esa pedagogía ético-política. La reivindicación de los derechos humanos y el cuidado de la razón práctica constituyen dos dimensiones de la educación cívica en las que se desarrolla una actitud específica – particularmente autorreflexiva – frente a los bienes de la pertenencia cultural y a la atención rigurosa a la diversidad. Ellas ponen de manifiesto en qué medida la ciudadanía encarna la dimensión política de nuestras identidades concretas.
3.- Educación ciudadana y derechos humanos
Los derechos humanos constituyen el núcleo mismo del lenguaje y la práctica del universalismo moral originalmente ilustrado, así como de la cultura política propia de la democracia liberal. La idea fundamental es que cada individuo – en virtud de su capacidad de lógos así como por su sensibilidad – posee un conjunto de prerrogativas e inmunidades asociadas a la preservación de la vida, el cuidado de la libertad, la búsqueda de una vida plena y el disfrute de los bienes materiales adquiridos legítimamente. Este catálogo inicial de derechos ha generado con posterioridad otros derechos que le son correlativos, derechos sociales, económicos y culturales.
La idea ética que subyace a la teoría de los derechos humanos es la dignidad, la tesis sostiene que las personas, a causa de las razones señaladas (la agencia racional y la capacidad de sentir) deben ser tratadas como fines y no exclusivamente como medios. A diferencia de los objetos del mundo, cuyo valor reside en la utilidad, en lo que podemos lograr haciendo uso de ellos, los individuos somos considerados intrínsecamente valiosos, y por ello merecedores de respeto incondicional.
La idea de dignidad y el sistema de derechos no necesitan de una teoría metafísica de la condición humana para encontrar una justificación filosófica razonable y consistente. Los derechos humanos pueden ser concebidos como herramientas sociales sustanciales para la vida en común, vale decir, como categorías y reglas que pueden contribuir con las metas prácticas de reducción del sufrimiento, el ejercicio de libertad y el logro de bienestar. La cultura de los derechos humanos se inscribe en el legado espiritual del proyecto ilustrado, consistente en construir una red de compromisos morales (y jurídicos) que alcancen a todos los seres humanos, trascendiendo fronteras nacionales, confesionales y culturales[6]. Todas las personas son consideradas parte de nuestra comunidad moral.
Entonces la cultura de los derechos humanos se manifiesta a través de una serie de prácticas sociales, concepciones éticas, instituciones, normas inscritas en nuestros sistemas locales e internacionales. La educación constituye un proceso conducente a iniciar a los individuos en esta importante cultura ético-política; se trata de formar a los futuros ciudadanos en la experiencia de la empatía, el desplegar el trabajo de la reflexión intelectual y el de la imaginación para reconocerse en la posición de quienes sufren injustamente, sea cual sea su origen, convicciones o forma de vivir. La cultura de los derechos humanos debe entrar en diálogo con los idearios de las culturas y tradiciones locales. De hecho, los derechos humanos le asignan límites normativos a las prácticas culturales. Los derechos humanos están orientados a proteger la dignidad humana, así como asegurar las capacidades básicas que los seres humanos requieren para llevar una vida de calidad[7]. La convergencia entre el enfoque de las capacidades y la perspectiva de derechos permite establecer un criterio de demarcación (y de discernimiento) entre los elementos positivos y destructivos de las prácticas tradicionales. La clitoridectomía, por poner un ejemplo, se revela como una práctica funesta, pues consiste en una forma de mutilación física que anula por completo una capacidad humana vital, el disfrute de una vida sexual plena.
Las tradiciones pueden ser una fuente de genuina realización humana, pero cuando se transforman en un objeto de devoción integrista pueden transformarse en instrumentos de violencia y producir graves restricciones a la libertad. Es preciso someterlas a interpelación y crítica severas. Las culturas pueden revelarse como trasfondos significativos de comprensión y de acciones con sentido en la medida en que su observancia implique seguir sin restricciones el camino de la reflexión.
4.- El trabajo de la razón práctica
El enfoque de la educación ciudadana implica el cuidado de una ética de la deliberación. Se concentra en la práctica del discernimiento, la evaluación crítica de principios y propósitos para la acción. El ciudadano es en primera instancia un agente libre capaz de examinar y elegir a conciencia diversos cursos de acción al interior de la comunidad política y las instituciones, sopesar sus resultados, así como asumir sus consecuencias. El ejercicio de la libertad – en particular, en el contexto de la acción y la discusión en la esfera pública – constituye el centro de gravedad de la ciudadanía.
La razón práctica constituye – de acuerdo con la Ética de Aristóteles – una facultad humana básica para el logro del bien y las virtudes. En el contexto de la discusión académica actual, es considerada una capacidad fundamental en el enfoque de desarrollo humano elaborado por Amartya K. Sen – que prefiere denominarla “agencia” – y figura en la lista de capacidades sustanciales formulada por Martha Nussbaum en las dos últimas décadas. Esta disposición permite a las personas intervenir en el proceso de formular y ponderar argumentos, así como someterlos a discusión en los foros de la academia, el sistema político y la sociedad civil. Ella constituye un rasgo distintivo del comportamiento específicamente humano.
El trabajo de la razón práctica implica necesariamente el examen crítico de los motivos culturales y las tradiciones que con frecuencia se manifiestan como matrices de las prácticas sociales. La fidelidad a una tradición no es por sí misma una “virtud”: depende de qué prácticas y fines promuevan las tradiciones. Resulta crucial desde un punto de vista ético-político que podamos distinguir con claridad si tales fuentes justifican acciones y propósitos justos o compatibles con una idea sensata del florecimiento humano. Se trata de evaluar en qué medida las costumbres y los principios que formula la tradición son racionalmente consistentes, y si éstos incrementan o limitan nuestra libertad, o si realizan o bloquean nuestras capacidades sustanciales. Esta tesis se funda en una lectura aristotélica de los bienes humanos; en los últimos años, Martha Nussbaum ha desarrollado una versión de esta lectura encarnada en una lista de capacidades: vida; salud física; integridad física; sensibilidad, imaginación, pensamiento; afiliación; emociones; razón práctica; otras especies; ocio y juego; control sobre el entorno[8].
La tradición no puede tener la última palabra; debe de ser discutida por sus usuarios y por quienes, en diversas circunstancias, toman contacto con ella. Es preciso añadir que las tradiciones – y en general, las culturas – constituyen sistemas dinámicos, expuestos a un proceso de transformación hermenéutica y social, motivada en gran medida por la deliberación y el trabajo crítico. Las culturas no permanecen igual a sí mismas, se reformulan a través del tiempo. Sus científicos, sus poetas, sus teólogos y filósofos se ocupan de explorar sus potencialidades reflexivas y narrativas, pero también llevan a cabo esta actividad crítica sus usuarios comunes, cuando experimentan conflictos significativos – incluso radicales – en las tradiciones. Recordemos a Antígona, planteándose la terrible situación de tener que elegir entre observar el edicto vigente establecido por la autoridad política (y dejar insepulto a su hermano) o invocar las leyes divinas y dar entierro debido a Polinices. La tragedia de Sófocles examina asimismo el punto de vista de los miembros de la pólis frente a este sensible predicamento. Esa clase de decisiones difícilmente deja las cosas como están. Este tipo de conflictos, deliberaciones y elecciones propician cambios en la comprensión de las culturas y del lugar de los agentes en ellas.
La evaluación crítica de las tradiciones no sólo constituye una forma fundamental de libertad de conciencia y de expresión de pensamiento, constituye un derecho consagrado en cualquier sociedad democrática. El ejercicio de la razón práctica permite que las personas examinen el lugar de la pertenencia cultural en sus propias vidas, de modo que puedan discernir qué aspectos de la cultura pueden orientar sus acciones y modos de vivir y cuáles entre ellos son dignos de rechazo o de indiferencia. Las culturas que habitamos constituyen el trasfondo hermenéutico de nuestra reflexión, pero importantes regiones de ellas pueden ser susceptibles de una interpelación racional[9]. Ese trasfondo acompaña nuestras actividades deliberativas, pero puede ser reformulado parcialmente en la construcción del discernimiento práctico; dichos procesos apuntan a la elección consciente de cursos de acción y hábitos que puedan otorgarle sentido a nuestra existencia y – en un plano político – conducir la práxis cívica.
5.- Ciudadanía y culturas. Reflexiones finales
El compromiso con los derechos humanos y el cuidado de la razón práctica constituyen elementos básicos de toda educación ciudadana en una sociedad democrática. Se trata de dimensiones de la formación del juicio y del carácter que nos permiten lidiar razonable y respetuosamente con los valores de la pertenencia cultural. Una sociedad democrática se propone ofrecer espacios sociales en los que los individuos puedan desarrollar libremente sus vínculos con sus culturas originarias – vínculos que, como hemos visto, pasan por el ejercicio de la crítica –, a la vez que defender con firmeza los cimientos legales e institucionales del pluralismo razonable.
La educación cívica democrática requiere potenciar una ética deliberativa que forma a las personas en la dinámica de forjar consensos interpersonales y expresar disensos a partir del recurso a razones expuestas en el espacio público. Abraham Magendzo es uno de los académicos que en los últimos años se ha dedicado a elaborar un paradigma pedagógico que desarrolla esta perspectiva ética. Este modelo promueve la práctica del discernimiento de principios y fines, pero también propicia el encuentro dialógico entre personas que suscriben diferentes visiones del mundo y la vida. Alienta, asimismo, la empatía, el reconocerse en la situación de otros para generar vínculos de solidaridad interpersonal en el seno de una sociedad democrático-liberal.
“Una sociedad que delibera es una sociedad capaz de respetar las diferencias, identidades y opiniones. Pero también es una sociedad cuyos miembros son capaces de comprender y colocarse en la posición de sus interlocutores, de modo que pueden advertir el porqué de sus demandas u opiniones, de esta forma se generaran ámbitos de comunicación que enriquecen e integran en igualdad las diferentes posiciones de sus miembros, que son capaces de resolver y establecer el entendimiento sobre la base de bienestar común y del respeto a las minorías”[10].
La pedagogía deliberativa le otorga un inapreciable valor tanto a la defensa de la universalidad como a la reivindicación de las diferencias. Defiende radicalmente el universalismo moral y legal expresado en la cultura de los derechos humanos y en el imperativo de dispensar un trato igualitario y respetuoso a toda persona humana, más allá de su credo, origen y estilo de vida. Por ello promueve la observancia de los procedimientos democráticos que garantizan una vida social sana y razonable. Estos procedimientos buscan asegurar el sistema de derechos que vertebra una sociedad pluralista y liberal.
Pero también esta pedagogía alienta la expresión de las diferencias en el seno de una democracia. El valor de esa diversidad debe expresarse a través de los canales que establece la ley, en el marco del respeto de las libertades y derechos de todos y cada uno de los ciudadanos. Comunicar estas diferencias, contrastarlas y discutirlas en las esferas de deliberación constituye un derecho básico, el derecho a ser uno mismo. Como hemos señalado, la construcción de la identidad es un proceso abierto al diálogo; es un proceso que dura toda la vida y que supone el escrutinio permanente y riguroso de la razón práctica. El despliegue de las identidades constituye una ocasión para el cultivo de la conversación cívica y el mutuo aprendizaje en un sentido ético y político. Una democracia genuina promueve el desarrollo crítico de las fuentes identitarias de las personas, del mismo modo que procura formar a esas personas como ciudadanos que suscriben conscientemente un sistema público basado en el cuidado de la libertad y la igualdad de todos los miembros de la sociedad.
(*) Fuente de Imagen: Rodrigo Abd http://rodrigoabd.com/
[1]Revísese al respecto Rawls, John Liberalismo político México 1997, conferencia primera.
[2]Sen, Amartya Identidad y violencia Buenos Aires, Katz 2007.
[3]Maalouf, Amin Identidades asesinas Madrid, Alianza 1999.
[4]Cfr. Política 1277b 10.
[5] He discutido esta tesis en Gamio, Gonzalo “El cultivo de las Humanidades y la construcción de ciudadanía” en Miscelánea Comillas. Revista de Ciencias Humanas y Sociales Vol. 66 (2008) Nº 29 pp. 237 – 54.
[6]Véase sobre este tema Rorty, Richard “Derechos humanos, racionalidad y sentimentalismo” en: Verdad y progreso Barcelona, Paidós 2000 pp. 219 – 42.
[7] Cfr. Sen, Amartya La idea de justicia Madrid, Taurus 2010.
[8]Cfr.Nussbaum, Martha C. Crear capacidades. Barcelona, Paidós 2012.
[9] Desde un punto de vista fenomenológico, no es posible escudriñar racionalmente (simultáneamente) todos los aspectos de nuestros horizontes: sólo podemos examinar progresivamente diversos aspectos de los mismos, puesto que los horizontes hermenéuticos no son meros “objetos”.
[10]Magendzo, Abraham “Formación de estudiantes deliberantes para una democracia deliberativa” en: REICE – Revista Electrónica Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación 2007, Vol. 5, No. 4, p. 74. http://www.rinace.net/arts/vol5num4/art4.pdf.