El Derecho es interpretación y aplicación de las normas y, en el camino, “una extensión de la moralidad”[i] -decía Nino- de la moralidad del juez, de cada juez, podríamos agregar. No obstante el esfuerzo por ofrecer parámetros concretos y precisos del ámbito de aplicación siempre puede existir espacio para una interpretación distinta de las leyes. Efectivamente, en el Derecho como Sistema –aunque no es deseable- pueden existir antinomias (interpretaciones distintas y/o contrarias), vacíos (inexistencia de ley), lagunas (ley insuficiente o deficiente) ambigüedad (ley sin contornos precisos y problemas en su significado) carencias que agrupadas se les puede denominar deficiencias técnicas; caen dentro de este tipo de insuficiencias la inobservancia del procedimiento establecido para su elaboración y pueden hacer adolecer a la ley de validez formal.Existen otras deficiencias tanto o más importantes que las descritas hasta ahora, nos referimos a la ausencia del valor justicia, que implica introducir un criterio de lo justo en los fines de la ley, su ausencia hace que la ley pierda la validez material necesaria para legitimar su presencia. De manera general, es posible afirmar que cuando en un sistema jurídico se encuentran leyes con estas deficiencias, desde el punto de vista técnico estamos frente a un problema de ausencia de racionalidad y desde un punto de vista moral o valorativo estamos frente a un problema de falta de legitimidad.
La existencia de distintas interpretaciones puede deberse a deficiencias del lenguaje empleado, sin embargo, otras carencias se deben a razones más complejas como al desconocimiento del conjunto del sistema jurídico o a la incursión sin reglas ni límites de la política en el Derecho haciendo que este pierda o adolezca de racionalidad. La búsqueda de racionalidad, como elemento indispensable de la ley, no es sólo actual sino que aparece con los primeros trabajos sobre esta. Pese a no aparecer enarbolada explícitamente desde los inicios en la crítica a la legislación, en el fondo ésta siempre fue una lucha por incorporar racionalidad a las leyes.
En las primeras concepciones de la ley a cargo de Hobbes, Grocio y Pufendorf, esta es entendida únicamente como la voluntad del soberano, él decide lo que es importante hacer o no hacer. Esta concepción, para la época, ya representa un primer avance al momento previo en el que no era posible desvincular la ley de la teología[ii], época previa en la que era impensado no entender a la ley directa o indirectamente como un producto de Dios. Aun cuando el desligarse del elemento teológico y asumir concepciones con elementos terrenales era un gran avance, se exige luego que esa potestad del soberano debiera estar acompañada de criterios racionales para impedir que las normas se conviertan en meros caprichos. Estas cuestiones fueron dando origen paulatinamente a una preocupación amplia por la legislación.
Montesquieu dentro de su amplio trabajo, tuvo dentro de sus preocupaciones la búsqueda de los mecanismos más apropiados para la elaboración de “buenas” leyes, sostenía que estas deberían ser concebidas con una nueva óptica, es así que empieza por buscar en el pasado elementos del comportamiento comunes a los buenos legisladores que deberían ser contemplados, información referente a las “leyes y principios que gobiernan el comportamiento del legislador”. De esta forma pretendía adicionar al puro voluntarismo, variados factores que eran determinantes como el clima, la geografía, entre otros, agrupados en causas físicas y las que tenían que ver con la persona misma, las agrupó en causas morales. La legislación era fruto de todo ello, “el legislador está condicionado por su medio”, sostenía[iii]. Hasta aquel momento no se cuestiona la legitimidad del que creaba las leyes -el rey-, sino que “se esperaba ganárselo con argumentos, con la razón”[iv].
En la etapa de los liberales ilustrados, la razón jugó un papel preponderante. Se creía haber encontrado el mecanismo para determinar “el fin y el deber de la naturaleza humana, y que ilustra lo que debe ser la acción individual y de las instituciones”. A partir de ello acometieron la tarea de legislar teniendo en cuenta, la necesidad de la ley, su relación con la justicia, la utilidad, y su justificación racional. Pero en un segundo momento, en este mismo período, saldría a luz la inquietud referida a quién podía y debía legislar, es aquí donde tiene crucial importancia la presencia de Rousseau y su obra El Contrato Social, en esta se sostenía que era el pueblo el soberano y que él era el indicado para legislar. A partir de este momento se produce un quiebre respecto a las concepciones anteriores, ya no se cuestiona únicamente la capacidad del legislador sino su legitimidad, la facultad de legislar, el por qué tiene que ser el rey el encargado de legislar.
Es decir, al alejamiento de la concepción que consideraba a la ley creación divina y como consecuencia reconocer que es obra humana a cargo del rey, sumada a la preocupación por dotar de criterios que le den racionalidad, con el contrato social de Rousseau se incorpora “la universalidad de la voluntad”[v] como elemento legitimador. Aparece en este momento la idea y concepción de la ley como producto de la voluntad general.
A fines del siglo XVIII y durante el siglo XIX la corriente positivista, cuya característica esencial era la incursión de la razón a todos los campos del conocimiento, impulsada además por el progreso que habían experimentado las ciencias naturales, se pretendió orientar al Derecho y en general a las ciencias del espíritu a ámbitos mensurables o cuantificables, equiparables a las ciencias denominadas exactas. En ese contexto, al modelo de ley ilustrada, nítidamente influenciada por este positivismo boyante que ensalzaba la capacidad o poder de la legislación escrita, se la consideraba una obra con características casi divinas “como una revelación completa y perfecta del derecho, que a priori bastase a sí misma, vaciada en un sistema de una exactitud matemática”[vi].
Dichas ilusiones o aspiraciones ilustradas tropezaron con la crítica corroborada en la realidad consistente en que, por un lado, existe una natural vaguedad del lenguaje que complica el deseo general de aprehensión total de la realidad y, por otro, la existencia en el modelo de Estado liberal de un “fetichismo de la ley” producto de un exceso de confianza en un supuesto legislador “omnisciente y absolutamente racional”. Al ponerse en discusión estos temas se abre camino una cierta incertidumbre respecto de las leyes recientemente a agrupadas a partir del movimiento por la codificación, terminando por “resquebrajarse la idea de que los textos legales son cuerpos de doctrina claros, completos y sistemáticos, prontuario de soluciones para cualquier supuesto de hecho”[vii]. Esta crítica se dio dentro de una corriente denominada revuelta contra el formalismo donde se cuestionaba el dogma de la racionalidad del legislador y también dentro de la corriente contra el positivismo imperante en aquella época[viii].
Hasta este momento, a nuestro modo de ver, la insuficiencia en el lenguaje empleado, los intereses subyacentes en una ley, en suma, la falta de racionalidad no son amenazas verdaderas a la concepción tradicional y vigente hasta hoy de la ley. Porque si con los anteriores problemas siempre existe la posibilidad de tener una solución a la vista en razón a que representan a lo sumo campos de investigación y aspectos de la ley en donde no se ha tenido mucho éxito, la situación cambia, sin embargo, con la presencia de nuevos actores vinculados al campo legislativo y de control de esta actividad. Efectivamente, la concepción teórica de la ley vinculada a la voluntad general presente en los contractualistas de la ilustración vigente hasta nuestros días, es la que vendría a resquebrajarse en la siguiente etapa[ix].
La existencia de afirmaciones críticas sobre la ley en el sentido que esta ya no se funda en el criterio de la voluntad general o que en el camino ha terminado siendo distorsionada por otros órganos que carecen de él, es lo que pondría en cuestión a la concepción contractualista, según estas posiciones. Se sostiene que cuando la ley ya no es elaborada de acuerdo a los procedimientos normales que le confieren validez formal, cuando a la voluntad general le es impuesta otra voluntad externa, aprobándose leyes completas sin la posibilidad de debatir al menos una parte de los artículos, añadiéndole la imposibilidad de modificarlas si se considerara necesario[x], es cuando pierde todo aquello que le confiere legitimidad desde la óptica contractualista.
Resulta entonces que el cumplimiento a rigurosas recomendaciones -que se han sucedido desde la vigencia del Estado absoluto- no sería hoy lo determinante, finalmente. Fórmulas como las que nos ofrecía Montesquieu recomendando que las leyes deben conservar “un estilo conciso, simple, evitando las expresiones vagas, no deben ser sutiles, evitar exceso de palabras, las razones de la ley deben ser dignas de la misma”[xi] entre otras[xii], pasarían a un segundo plano. No es porque al momento de llenar de contenido estas recomendaciones se puedan convertir en expresiones muy amplias y finalmente se pierdan en la vaguedad o porque en el campo del Derecho se ciernan cuestiones que escapan a la posibilidad de abstracción o que es casi imposible manejar un criterio intersubjetivo de lo justo lo que hace de esta problemática una crisis, sino la constatación cada vez más evidente que la ley ya no es necesariamente producto de la voluntad general.
Desde el campo únicamente del beber ser teórico probablemente no sea tan difícil estar de acuerdo con la concepción de la ley como producto de la voluntad general. Sin embargo, cuando analizamos con detenimiento los problemas que encierra el sistema de representación y, aun cuando asumiéramos que la representación fuera un canal efectivo de traslado de la voluntad general -que no lo es-, en última instancia, nos encontramos con que una decisión mayoritaria no siempre es garantía de corrección. Como consecuencia de ello surgen los interrogantes: ¿debemos conservar los conceptos clásicos con la rigidez de su formulación? o ¿debemos cambiar y buscar nuevos horizontes teóricos como sustento de la ley? O, finalmente, ¿debemos repensarlos y en el camino adecuarlos a nuestras circunstancias? Desde nuestra posición consideramos que lo adecuado debería ser la alternativa orientada a reacomodar los conceptos clásicos a nuestro tiempo haciéndolos menos rígidos de tal forma que no se resulten desnaturalizarlos en el camino.
El problema se ve aún más sin visos de solución si consideramos que los teóricos han dejado en segundo plano cuestiones que son muy relevantes también, como es el estudio del momento previo de la ley[xiii] y por el contrario han optado por teorizar sobre las leyes ya positivadas. Es necesario mayor análisis y reflexión, sobre la ficción orientada a endosar cabalmente la voluntad general de los representados a los representantes, cuestión que, por ejemplo, según interese es tomada por algunos sectores convenientemente como un dogma incuestionable[xiv]y por otros no, sin realizar el mínimo esfuerzo en buscar argumentos que traten dar soluciones teóricas perennes a las deficiencias que a todas están presentes.
Y así nuevamente, lo que antes significó un gran avance como fundamento legitimador de la ley -la voluntad general-, hoy se ha convertido en una expresión a la cual se recurre en el campo teórico y práctico –en muchos casos- para “legitimar” cualquier tipo de leyes, con independencia de si son los representantes realmente emisarios de la voluntad general o, por el contrario, emisarios de otros intereses. Es posible que el modelo actual de representación para la elaboración de leyes y el contexto, diste mucho de la realidad sobre la que teorizó Rousseau -hay muchas más cosas en juego-, como tampoco podría ser de otra manera,sin embargo, algo que era teóricamente consistente y no se sabe con certeza si también realizable en la práctica, ya sea por el paso del tiempo y el cambio de las circunstancias sociales o por fallas de origen en el modelo teórico, la voluntad general se ha vuelto hoy una ficción irrealizable en la práctica, de igual forma que siempre lo fue la ficción del contrato social aplicable a la toma de decisiones, en consecuencia se tiene que agregar algo adicional para conferir legitimidad a las leyes.
La ley ha pasado de un extremo a otro, de ser considerada como un producto divino al cual se tenía que obedecer sin ninguna objeción a considerarla como un producto que nadie o pocos obedecen, deslegitimada en extremo. La concepción que trajo la paz entre los teóricos finalmente ha terminado cuestionándose, las deficiencias de la ley y de los que la producen ya sea por haber relajado los criterios racionales o haciéndolos más estrictos de acuerdo a los intereses políticos subyacentes han terminado por agudizar y volverla irrealizable o poco práctica a la voluntad general como elemento que da legitimidad a la ley. Esto ha agudizado el problema derivando la obligación de imprimir racionalidad y legitimidad a las leyes fuera de su competencia, a terceros, pero claro está, una legitimidad con otros componentes y sus propios costos para la teoría clásica.
En nuestro sistema jurídico no sólo los jueces tienen esa potestad, sino que existe un ente de mayor relevancia encargado del control concentrado de la constitucionalidad de las leyes, el Tribunal Constitucional. Este puede enmendar o corregir las deficiencias del parlamento, en la práctica y en algunos supuestos, también legisla a través de sus sentencias manipulativas o normativas aun cuando carezca del componente indispensable de ser emisario o poseedor de la voluntad general que legitime su actuación. Si somos estrictos con los postulados clásicos terminaríamos enfrascándonos en un lío de proporciones mayores en el afán de buscar buenas leyes por usar un término de Montesquieu, porque al intervenir terceros en el proceso de formación de las leyes se trastoca toda la concepción rusoneana: la ley como producto de la voluntad general.
Está claro que es imposible adherirse al discurso clásico de la concepción de la ley sin reservas. Una posible salida teórica sería asumirla pero como parte del proceso de formación y perfeccionamiento de la ley. Es decir, la voluntad general jugaría su papel en una primera etapa y en la segunda entrarían a tallar otros órganos que conferidos de otro tipo de características y atribuciones le otorgaríanla suficiente legitimidad. Los jueces y el Tribunal Constitucional deberían tienen asumir ese rol como lo están haciendo ya, deben ser los encargados de conferir la legitimidad necesaria a las leyes, pero una legitimidad, como se mencionó antes, que contiene otros componentes. Esta no procede de la forma como son elegidos (legitimidad de origen) o por el prestigio individual previo necesariamente, sino por la legitimidad de ejercicio, esta es la que se juzga y la que se observa en cada decisión y de la que dependerá la legitimidad de las leyes en última instancia.
Bibliografía
– NINO Carlos Santiago (2001). Introducción al análisis del derecho. Buenos Aires:EditorialAstrea.
– MARCILLA CÓRDOVA G. (2005). Racionalidad Legislativa. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
– HIERRO L. Liborio (1996). El imperio de la ley y la crisis de la ley, en Doxa Nº 19.
– BENTHAM Jeremy (2000). Nomografía o el arte de redactar leyes, Introducción de V. Zapatero. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
– ZAPATERO GÓMEZ Virgilio (1994). De la jurisprudencia a la legislación, Doxa Nº 15 y 16.
– WALDRON J. (2005). Derecho y desacuerdos, trad. José Luis Martí y Águeda Quiroga. Madrid: Marcial Pons.
*Abogado con estudios de Doctorado en Derecho Penal y Derechos Fundamentales en Perú por la Universidad Carlos III de Madrid de España. Ex Asesor de la Comisión Especial Revisora del Código Penal del Congreso de la República. Actual Jefe de la Oficina de Asesoría Jurídica del Proyecto Especial Complejo Arqueológico Chan Chan del Ministerio de Cultura.
[i]NINO, C. S.(2001). Introducción al análisis del derecho, Buenos Aires: Editorial Astrea, p 4.
[ii]ZAPATERO GOMEZ V. En la introducción de: Nomografía o el arte de redactar leyes, de Bentham J. (2000), Madrid: Centro de Estudios Constitucionales. p. XX
[iii]Ibídem: XXVI a XXIX.
[iv]Ibídem: XXXVIII.
[v]Ibídem: XLI a XLVIII.
[vi]MARCILLA CÓRDOVA G. (2005). Racionalidad Legislativa. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, p. 157.
[vii]MARCILLA CÓRDOVA 2005: 155.
[viii]Ibídem: 156.
[ix]HIERRO L. L., El imperio de la ley y la crisis de la ley, en Doxa Nº 19 (1996), pp. 290-291. Se sostiene que “hace tiempo esta concepción dista de dar cuenta adecuadamente de la realidad del ordenamiento jurídico”.
[x]Actualmente el ejecutivo puede legislar por delegación de facultades, la Comisión Permanente también tiene facultades legislativas con en el poco practicado encargo de dar cuenta al Pleno del Congreso. Del mismo modo, el Tribunal Constitucional con sus sentencias puede legislar porque además de sus sentencias exhortativas en las que pide al Congreso legislar en determinada materia, también emite sentencias denominadas manipulativas o normativas las que pueden ser: aditivas, reductoras, interpretativas y sustitutivas, mediante estas, ente legisla de manera positiva o negativa, es decir, ya sea agregando o quitando texto a la ley o en algunos casos declarando inconstitucional el contenido íntegro de una ley y retirándola del sistema jurídico.
[xi]MONTESQUIE C. Citado por ZAPATERO GOMEZ V., en la introducción de: Nomografía o el arte de redactar leyes, pp. XXXIII – XXXIV.
[xii]BENTHAM J. (2000). Nomografía o el arte de redactar leyes, Introducción de V. Zapatero. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
[xiii]ZAPATERO GÓMEZ V. citando a PECES-BARBA G. en De la jurisprudencia a la legislación, Doxa Nº 15 y 16 (1994), p. 770. No se ha profundizado o es difícil profundizar en la “relación del poder y del derecho, el momento <<impuro>>, pero capital, donde la política se convierte en derecho”, aquí es donde se decide lo que es justo o lo que se impone como “justo”.
[xiv]GARGARELA R. y MARTÍ J. L. citando a EISGRUBER, en Estudio preliminar de: WALDRON J. (2005). Derecho y desacuerdos, trad. José Luis Martí y Águeda Quiroga. Madrid: Marcial Pons, pp. XXXVI – XXXVII. A menudo se viene haciendo una “descuidada y simplista identificación… entre el parlamento y el pueblo, sin atender a buena parte de la discusión en la teoría de la representación política… [se le] atribuye toda la legitimidad que podríamos predicar del pueblo participando directamente, sin analizar de qué manera dicha legitimidad se puede ver afectada por la mediatez de la relación representativa y por las pobres réplicas reales del ideal democrático”.
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