Los inicios del constitucionalismo peruano: la Constitución de Cádiz y su impacto

Tras la convocatoria a las Cortes Generales y Extraordinarias en 1808, y la posterior elaboración, proclamación y jura de la Constitución de Cádiz de 1812 asistimos, por primera vez, a la “práctica” de encontrarnos inmersos en un singular proceso constituyente, y luego hallarnos regidos bajo un texto constitucional, que afectó de diversas maneras la vida política y social de lo que hoy es el territorio peruano. Este impacto, sin embargo, no fue ni pacífico ni lineal, pese a la brevedad del interregno.

Con sus altas y sus bajas, en este primer periodo pueden distinguirse dos fases. La primera, que se extiende desde fines de 1808, cuando en Lima se divulga la crisis en la que se encontraba la monarquía española, y se extiende hasta octubre de 1814, cuando se deja sin efecto la Constitución de Cádiz. La segunda abarca desde principios de 1815, cuando se desarticuló la última institución impulsada por la Constitución de 1812 que aún quedaba en pie –los cabildos constitucionales–, a lo que sobreviene un largo paréntesis tras el restablecimiento de las instituciones monárquicas, y termina en 1820, cuando en un intento desesperado por salvar el Virreinato, la “Pepa” es utilizada por el virrey Pezuela como parte de las negociaciones con el general San Martín.

De ambas, la más interesante fue la primera. Esta se inició a fines de 1808, cuando el virrey Abascal no pudo ocultar más la crisis en la que se encontraba sumergida la monarquía española -tras la abdicación al trono del monarca y la designación de José Bonaparte como Rey de España y las Indias-, e informó que con el propósito de rescatar al Rey y resistir al invasor francés, se había conformado una Junta Central Gubernativa, la cual dispuso que en todas las capitales se jurara fidelidad a Fernando VII, lo que se hizo en Lima el 13 de octubre de 1808.

Al mismo tiempo, decidió luchar militarmente contra los movimientos autonomistas que en diversas partes del Continente empezaban a desarrollarse -mediante el desconocimiento de las autoridades virreinales y el nombramiento sucesivo de Juntas de Gobierno- e impulsar la formación de una opinión pública de cuño antinapoleónico. Esta última medida supuso que se levantaran, por primera vez, las restricciones que pesaban sobre la libertad de imprenta, propiciando que circularan y se reeditaran libros que reivindicaban la resistencia y la lucha contra la opresión, como parte de la estrategia del virrey de homogeneizar a la sociedad limeña contra el invasor francés[1]. De hecho, no fue difícil que se formara una opinión pública antinapoleónica por estos lares, pues al fin y al cabo el Virreinato del Perú era el mayor fortín de la monarquía española en el continente y donde se concentraban sus intereses más caros.

A diferencia de lo que sucedía en otros lugares de la América Latina, la crisis política de la corona española no afectó la autoridad del virrey Fernando Abascal. Aunque no faltaron conspiraciones y algunos levantamientos que rápidamente se sofocaron, su vigorosa personalidad política y militar impidió que se formaran en el territorio Juntas de Gobierno con pretensiones autonomistas. También desde la prensa se hizo propaganda política contra el autonomismo, destacándose la anarquía, el desorden y la impiedad en que cayeron los territorios que lo practicaron, discurso que alcanzó un notable éxito, como se evidencia de la ayuda económica que en 1810 se recolectó en el Virreinato del Perú para que se afrontara la guerra contra el invasor francés[2].

Esta apertura al mercado de ideas llegó a su fin cuando el 25 de mayo de 1810 se creó la Junta de Gobierno en el Río de la Plata. La pretensión autonomista que allí se enarboló fue emparentada por el virrey Abascal como parte de una corriente independentista, por lo que mediante un bando del 30 de junio de 1810 restauró la censura contra la libertad de imprenta y prohibió que se publiquen “papeles que no estén autorizados en bastante forma por el gobierno celando que no se introduzcan los sediciosos de nuestros enemigos”. Pero no por mucho tiempo. El 18 de abril de 1811 se publicó en La Gaceta del Gobierno de Lima el Decreto de 10 de noviembre de 1810, expedido por las Cortes de Cádiz, mediante el cual se autorizaba la libertad de imprenta. Esta fue reivindicada como un derecho fundamental, un medio para ilustrar a la sociedad, un mecanismo de formación de la opinión pública y un medio de control gubernamental -como se expresaba en la circular del Ministerio de Gracia y Justicia, que acompañó en Lima a la publicación del Decreto[3].

Su entrada en vigencia desencadenó que aparecieran esta vez una serie de periódicos que -si bien tuvieron existencia breve- hicieron pública las críticas al despotismo y la arbitrariedad de las autoridades virreinales. Dos de los diarios más importantes de la época fueron “El Peruano”, que se publicó entre el 6 de septiembre de 1811 y el 9 de junio de 1812, en cuyas páginas se reprodujo el debate sobre la libertad de imprenta realizada en las Cortes en 1810[4]; y “El argos constitucional”, que se editó entre el 28 de febrero de 1812 y el 12 de marzo de 1813, donde se hizo lugar al debate sobre la soberanía popular y la idea de nación, además de rescatarse la importancia de la libertad de imprenta[5].

Acompañó a esta liberalización de las ideas la clausura del Tribunal de la Inquisición, el 30 de julio de 1813 -una de las pocas medidas en las que el virrey Abascal coincidió con los liberales hispánicos-[6]. Sin embargo, en el afán de que dicha apertura no terminara impulsando el desmembramiento del reino, el virrey alentó la puesta en circulación de periódicos oficialistas que contrarrestaran a las que no dependían de él[7], al tiempo de fomentar que, de vez en cuando, se apelara a la Junta de Censura creada por el mismo Decreto de 10 de noviembre de 1810, con el objeto de impedir la circulación de “los libelos infamatorios, los escritos calumniosos, los subversivos de las leyes fundamentales de la monarquía, los licenciosos y contrarios a la decencia pública y las buenas costumbres”[8].

Aun así y dentro de los márgenes de lo tolerado, las críticas al despotismo y a la arbitrariedad de las autoridades virreinales introdujeron subrepticiamente el discurso del constitucionalismo, propiciando un lento pero irreversible proceso de desacralización del poder monárquico y de sus fundamentos, si bien dentro de la lógica propia de una sociedad tradicionalista y fuertemente confesional y, por tanto, sin poner en cuestión la autoridad del monarca y la religión católica. Ya un fenómeno semejante pudo observarse a finales de 1808 cuando se levantaron las restricciones a la libertad de imprenta con el objeto de formar una opinión pública anti-napoleónica. La crítica al invasor francés y la denuncia de la opresión ocasionó efectos colaterales, como fue que aquellas se volvieran contra las propias autoridades virreinales.

Pero si la vigencia de la libertad de imprenta permitió la circulación de ideas e inició la formación de una opinión pública en materia política, no menos importante fue la publicación en el territorio nacional del Decreto de 22 de enero de 1809. Dicho Decreto declararía que los dominios que España posee en las Indias “no son propiamente Colonias, ó factorías como los de otras naciones, sino una parte esencial é integrante de la monarquía española…”, por lo que “los reinos, provincias e Islas que forman parte (de) los referidos dominios deben tener representación nacional inmediata a su real persona y constituir parte de la Junta Central Gubernativa del Reyno por medio de sus correspondientes diputados”.

Dicho Decreto, que llegó a Lima a principios del mes de junio de 1809, convocaba a elecciones para nombrar diputados ante la Junta Central Gubernativa. El proceso electoral se llevó a cabo entre el 22 de junio y el 31 de agosto de 1809 en 16 ciudades del Virreinato del Perú, más Guayaquil -que desde el 7 de julio de 1803, por real cédula, dependía del Perú-, y terminó con la designación, mediante sorteo entre los tres más votados, del guayaquileño José De Silva Olave. De Silva llevaba consigo viejos reclamos a la Junta Central cuando, encontrándose en México, tuvo que cancelar su viaje luego de enterarse que la Junta se había disuelto y, en su lugar, se había conformado el Consejo de Regencia.

Aquel proceso electoral, el primero en llevarse a cabo en territorio peruano, permitió que los conceptos de “soberanía”, “representación política”, “elecciones”, “sufragio” y “ciudadanía” ingresen en el vocabulario y la cultura política de la época[9]. Y que alrededor suyo se vayan formando las facciones y caudillos locales. También propició que se volviera hacer pública la disconformidad con las autoridades coloniales y se expresara el profundo descontento en el que se encontraban los criollos, mestizos y la elite indígena por su exclusión en el acceso a los más importantes cargos públicos de la administración virreinal, que se materializó en el último tercio del siglo XVIII con la reforma borbónica.

Al poco tiempo, luego de que el Consejo de Regencia convocara a las Cortes Generales y Extraordinarias, mediante Decreto de 14 de febrero de 1810 se establecieron las reglas que regirían en la elección de los diputados americanos. Una vez que este llegó a Lima, el Virrey dispuso que se realizaran las elecciones. El proceso se llevó a cabo en 13 ayuntamientos del Virreinato, como Huamanga, Lima, Cuzco, Tarma, Guayaquil, Huánuco, Chachapoyas, Trujillo, Piura, Arequipa, Maynas, Puno y Huancavelica –más Ica, pese a que no le correspondía por ser una sub-delegación–, eligiéndose a sus representantes.

A las Cortes de Cádiz, que se instalaron el 24 de setiembre de 1810, asistieron en total 36 delegados peruanos -entre designados o electos, los primeros como suplentes y los segundos como titulares-, de los cuales solo 15 tuvieron actuación en el periodo propiamente constituyente[10], destacando la figura de Vicente Morales y Dúarez, que llegó a presidirla y murió encontrándose en ejercicio del cargo.

Proclamada el 19 de marzo de 1812 por las Cortes Generales y Extraordinarias, se ordenó que la Constitución de Cádiz se jurara y cumpliera en las provincias de ultramar. En el caso del Virreinato del Perú esto se realizó en los primeros seis días de octubre de 1812. Además de razones de distancia -por lo general, los documentos de la metrópoli demoraban en llegar a Lima entre 3 a 6 meses-, la dilación era una maniobra del Virrey Abascal, a quien la entrada en vigencia de la Constitución gaditana causó fuerte conmoción:

“no pudo dexar de causar en mi ánimo la más viva y dolorosa impresión –expresaría años después el Virrey Abascal–, así porque veía reducida la persona del Rey a la simple representación de un magistrado particular, usurpada su Soberanía, abusando del nombre de la Nación, con otros atentados como la alteración y trastorno de las fundamentales Leyes de ella para introducir los principios revolucionarios de la Democracia, de la impiedad y de la religión, como por los continuos movimientos a que quedaban expuestos sin que las nuevas autoridades que por ella se establecen pudieran reprimirlas”

Y no era para menos. La asunción de las doctrinas pactistas enunciadas por la tradición escolástica española -según la cual el monarca gobernaba mediante el establecimiento de un pacto y, en caso de que su potestas fuera usurpada, la soberanía regresaba al pueblo hasta que se restablezca aquél (el denominado pacto traslatii)-, terminó por desplazar el carácter absoluto del poder real por el principio de soberanía popular[11]. El rey “ausente” fue, de un golpe, degradado a la condición de Jefe de Estado y obligado a jurar respetar la Constitución cuando fuera liberado[12]. Esta degradación alcanzó directamente al virrey, quien de su condición de “rey presente”[13], por autoridad de la Constitución, devino en un simple “jefe político superior”, cuyo poder debería compartir en lo sucesivo con las Diputaciones Provinciales que se eligieran[14]. No fue casual, por ello, que Abascal se refiriera a “La Pepa” como aquel “fatídico libro de la llamada Constitución…ese parto de la intriga republicana”, portadora de “los principios revolucionarios de la democracia…”[15].

La entrada en vigencia de la Constitución desencadenó que en casi todo el territorio nacional se volvieran a realizar elecciones. Tanto para nombrar a los representantes ante las Cortes Generales Ordinarias (con sede en Cádiz), como ante las Diputaciones Provinciales y los cabildos. Puesto que la Constitución de Cádiz forzó a las autoridades virreinales a compartir el poder con los poderes locales constitucionales, sin enfrentarse a las Cortes y ante el temor que se propagaran las ideas independentistas, el virrey decidió intervenir personalmente en la realización de los procesos electorales en los que se elegirían a los cabildos, las diputaciones provinciales y los diputados ante la Corte, con éxito distinto.

Este breve intervalo constitucionalista terminó el 6 de octubre de 1814, cuando se publicó en Lima el Decreto Real del 4 de mayo de 1814, mediante el cual Fernando VII desconoció la Constitución de Cádiz, cerró las Cortes Generales Ordinarias y restableció las instituciones del antiguo régimen. Como consecuencia de ello, Abascal dejó sin efecto las instituciones de la monarquía parlamentaria y restableció las de la monarquía absoluta, con una única excepción de los cabildos constitucionales, cuya letanía se prolongó hasta el 30 de diciembre de 1814, en que los cabilderos perpetuos –peninsulares y criollos que compraban sus cargos al Rey– retomaron los suyos.

El restablecimiento de la monarquía absoluta, que marca el inicio de la segunda fase, trajo un paréntesis en el funcionamiento de las instituciones constitucionales en el Virreinato. El impacto que quedó tras esta experiencia fue desolador en términos institucionales para la monarquía. La ausencia de reformas significativas entre 1810-1814 generó desengaño y desesperanza entre los criollos, al no implementarse su plataforma de reivindicaciones, y un sentimiento de desazón que alcanzó al monarca y lo que este representaba, quedando atrás las razones que motivaron la solidaridad y fidelidad hacia el “rey cautivo”[16]. De esta percepción no quedaron exentas las autoridades virreinales. Ante los criollos y mestizos quedó la imagen de que no obstante la lealtad que se juró a las Cortes y a la Constitución, ello no les impidió bloquear las reformas que estas impulsaban. Particularmente el virrey, a quien el advenimiento del constitucionalismo gaditano no mermó en lo más mínimo su espíritu monárquico.

Seis años después, cuando se restableció la Constitución de Cádiz en España (el 9 de marzo de 1820) y esta volvió a jurarse en Lima -el 15 de septiembre de 1820-, la proclamación fue tomada con indiferencia. El virrey Pezuela, que había sucedido a Abascal en el cargo, describiría en su diario el estado de ánimo que existía:

“No se oyó ni un ¡viva! Ni la menor demostración de alegría hasta que en la Plaza de Santa Ana, el Oidor Osma tiró a la multitud de negros y zambos que seguían la comparsa, un puñado de plata, y esto les avivó y gritaron con algunos vivas para ver si se les echaba mas plata, pues ni esta gente ni los mas principales ni de otras clases manifestaron ni regocijo ni repugnancia en el acto; parecía y lo creí así que todo les era indiferente”.[17]

Ya entonces en diversos lugares del interior se había declarado la independencia y, al sur de Lima, se encontraban acantonados los hombres del general San Martín con el propósito de librar la batalla final por la independencia del Perú y de América Latina. El propio Pezuela, que compartía con Abascal su desconfianza sobre la Constitución, en un último intento por evitar un desenlace armado la puso en el centro de las negociaciones que llevó a cabo con el general argentino. Las conferencias entre los representantes de ambos bandos, que se realizaron en Miraflores entre el 30 de septiembre y el 1 de octubre de 1820, no llegaron a buen puerto, pues se consideró inaceptable que no se reconociera la independencia dentro del plan para solucionar la cuestión peruana[18].

Todavía unos días antes, el 23 de septiembre de 1820, la Constitución gaditana recibió uno de sus últimos homenajes públicos. El virrey Pezuela ordenó al Cabildo de Lima que volviera a colocar la placa sobre la Plaza Mayor con el nombre de “Plaza de la Constitución”. Al año siguiente, abandonada Lima por las huestes realistas, en un cabildo abierto realizado el 15 de julio de 1821, un testigo refirió que “botaron el busto y armas del rey a la plaza, que la multitud destrozó a patadas; lo mismo hicieron con la lápida de la Constitución, y armas que se hallaban puestas en los tribunales, y lugares públicos de la ciudad, en cuyo lugar se puso: Lima Independiente”[19]. Dos semanas después, desde la ciudad de Huaura, San Martín proclamaba la independencia del Perú. Y el 9 de agosto, la abolía oficialmente, declarándola “incompatible con los altos destinos del Perú”.

Ese fue el final de la Constitución gaditana, pero no de su influencia en el ulterior proceso constitucional que empezábamos como república independiente. Tal vez el más importante sería el rechazo del despotismo absoluto, fundado en el derecho divino de los reyes, y la afirmación, en su lugar, del principio de soberanía popular; así como el reconocimiento de los derechos y libertades esenciales del hombre y, entre ellos, de la libertad de imprenta.


*Autores del artículo: Edgar Carpio Marccos, profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de San Martín de Porres y Oscar Andrés Pazo Pineda, profesor de Derecho Constitucional Comparado de la Universidad San Martín de Porrres.

[1] V. PERALTA RUÍZ, La independencia y la cultura política peruana (1808-1821), IEP-Fundación M.J. Bustamante de la Puente, Lima, 2010, pág. 169 y ss.

[2] B.R. HAMNETT, Revolución y contrarrevolución en México y el Perú. Liberales, realistas y separatistas, 1800-1824, FCE, México, 2011, pág. 129 y ss.

[3] T. HAMPE MARTÌNEZ, “La Primavera de Cádiz: Libertad de expresión y opinión pública en el Perú (1810-1815)”, Historia Constitucional, Nº 13, Año 2012, pág. 340.

[4] El debate sobre la noción de soberanía en G. CHIARAMONTI, “El primer constitucionalismo peruano: De Cádiz al Primer Congreso Constituyente”, en A. ANNINO y M. TERNAVASIO (coords.), El Laboratorio constitucional iberoamericano: 1807-1808-1830, Ahila, Madrid, 2012, pág. 136. Ídem, Ciudadanía y representación en el Perú (1808-1860). Los itinerarios de la soberanía, UNMSM-SEPS-ONPE, Lima, 2005.

[5] P. MACERA, “El liberalismo”, en su libro Tres etapas en el desarrollo de la conciencia nacional, Ediciones Fanal, Lima, 1955, pág. 96-101.

[6] P. GUIVOVICH PÉREZ, Lecturas prohibidas. La censura inquisitorial en el Perú tardío colonial, PUCP, Lima 2013.

[7] J.F. DE ABASCAL Y SOUZA, Memorias de gobierno, Sevilla 1944, págs. 431-438.

[8] S. O´PHELAN GODOY, La independencia en los andes. Una historia conectada, Fondo de Cultura del Congreso del Perú, Lima, 2014, págs. 129-130.

[9] V. PANIAGUA CORAZAO, Los orígenes del gobierno representativo en el Perú. Las elecciones (1809-1826), PUCP-FCE, Lima 2003.

[10] D. GARCÍA BELAUNDE, “Cádiz: lista provisional de los diputados peruanos (1810-1813)”, en Pensamiento Constitucional, Núm. 17, 2012, pág. 229. P. RIZO PATRÓN-BEDOYA y D. SALINAZ PÉREZ, “Los diputados del Virreinato del Perú en las Cortes de Cádiz: su dimensión social y regional”, en S. O´PHELAN GODOY y G. LOMNÈ (editores), Voces americanas en las Cortes de Cádiz: 1810-1814, IFEA-PUCP, Lima 2014, pág. 58-59.

[11] Sobre la co-existencia de la doctrina escolástica española acerca de la soberanía y la fundada en el iusnaturalismo racionalista, L. SÁNCHEZ AGESTA, La democracia en Hispanoamérica, Rialp, Madrid 1987, pág. 34-35.

[12] El debate sobre la delegación de la soberanía se discutió en los periódicos que aparecieron en Lima, como El Satélite o El Peruano: “Los reyes –se indica en este último– son obra de la mano y del poder de los hombres”, en tanto que en El Satélite se afirma que estos son “simples administradores del bien común”. Vid, sobre estos aspectos, P. MACERA, “El liberalismo”, en su libro Tres etapas…, op.cit., pág. 98-100.

[13] Sobre la figura del virrey como una ficción que permite la presencia continua del rey ausente, vid. M. RIVERO RODRÍGUEZ, La edad de oro de los virreyes. El virreinato en la Monarquía Hispánica durante los siglos XVII y XVIII, Akal, Madrid 2011, pág. 59 y ss.

[14] J.F. GÁLVEZ, “La Constitución de 1812 como respuesta a las reivindicaciones peruanas (Cádiz 1810-1814)”, en Estado Constitucional, Año 2, Nº 7, págs. 133-134.

[15] J.F. DE ABASCAL Y SOUZA, Memoria de gobierno, virrey del Perú, 1806-1816. Escuela de Estudios Hispano-Americanos, Sevilla, 1944, Vol. 1, pág. 439-440.

[16] V. PERALTA RUÍZ, “La vida política”, en C. CONTRERAS CARRANZA, Perú. Crisis imperial e independencia, 1808-1830, T. 1, Taurus-Fundación Mapfre, Madrid 2013, pág. 58.

[17] Citado por P. ORTEMBERG, “Cádiz en Lima: de las fiestas absolutistas a las fiestas constitucionalistas en la fundación simbólica de una nueva era”, en Historia, Núm. 45, 2012, pág. 481.

[18] A. MARTÍNEZ RIAZA y A. MORENO CEBRIÁN, “La conciliación imposible. Las negociaciones entre españoles y americanos en la independencia del Perú, 1820-1824”, en A. MARTÍNEZ RIAZA, La independencia inconcebible. España y la `pérdida´ del Perú (1820-1824), PUCP, Lima 2014, pág. 99 y sgtes.

[19] R.M. “Diario de las cosas notables acaecidas en Lima, con motivo de la llegada del ejército de la patria” (1821), en F. DENEGRI LUNA, Colección documental de la independencia del Perú, Memorias, diarios y crónicas, Lima, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, Lima 1971, T. XXVI, Vol. 2, pág. 489.

Edgar Carpio y Oscar Andrés Pazo
Edgar Carpio Marcos es profesore de Derecho Constitucional de la Universidad de San Martín de Porres y Óscar Andrés Pazo Pineda es profesor de Derecho Constitcional Comparado de la Universidad de San Martín de Porres.