El Perú se encuentra atravesando momentos particularmente difíciles; de un lado tenemos una pandemia que tiene un alto costo de vidas y que, además, ha generado una grave crisis económica. Por otro lado, nos encontramos con un proceso electoral en marcha para elegir a las más altas autoridades políticas del país (presidente de la República y representantes al Congreso), a lo que hay que sumar una situación de permanente crisis de la clase política, cuyas principales figuras -inmersas en la lid electoral- afrontan investigaciones fiscales y procesos penales relacionados con presuntos hechos de gran corrupción; así como de nuestras instituciones políticas y judiciales infiltradas por la gran corrupción y la criminalidad organizada.
Precisamente, esta crisis sanitaria, económica, social, política e institucional pone en evidencia la inadecuación de la vigente carta constitucional de 1993 para poder brindar desde la política y el Derecho soluciones adecuadas y eficaces para solucionarlos. Por solo mencionar un ejemplo, la escasez de ciertos bienes esenciales en la situación de la actual pandemia, como el oxígeno medicinal, ha enfrentado la inicial negativa del sector privado para que el Estado pueda proveerlo mediante una planta de producción de dicho bien y, en cambio, se apeló la buena voluntad de las empresas privadas para que colaboren en la producción y/o donación de tal bien. Ante la insuficiente producción privada, el Estado ha tenido que optar por importar el oxígeno medicinal (ya sea por donación o compra directa). Esto se debe a un mal entendimiento del principio de subsidiariedad establecido en el artículo 60 de la Constitución bajo una óptica puramente negativa o que limita cualquier intervención del Estado en la economía; cuando no es la única posible (Landa 2016, pp. 146-158).
Este escenario se presenta como propicio para llevar adelante un proceso, lo más participativo, plural, transparente y deliberativo posible, para generar un nuevo pacto constitucional. Sobre el particular, se abren dos rutas: iniciar un proceso de reforma de la vigente carta constitucional de 1993 o dar inicio a un proceso constituyente mediante la convocatoria a una asamblea constituyente.
Para comprender el significado, los alcances y las consecuencias de ambas rutas, es necesario realizar algunas distinciones entre el poder constituyente y los poderes constituidos; así como entre el poder constituyente y la reforma constitucional. El poder constituyente, según lo entiende la academia (García Toma 2013, pp. 23-25) y el Tribunal Constitucional (2003, fundamentos 58-60), da origen a un orden constitucional y funda la comunidad política, en buena cuenta, da origen al Estado. En tanto que los poderes constituidos se originan a partir del ejercicio del primero. En otras palabras, con el ejercicio del poder constituyente se da origen a una Constitución y con esta se originan los poderes constituidos. Entre estos distintos poderes, tenemos al de reforma constitucional. De ahí que la diferencia entre este y el poder constituyente radica en la característica esencial de los límites y su control judicial. Mientras el poder constituyente es un poder extraordinario y no está sujeto a límites ni a controles, el poder de reforma constitucional sí tiene límites que, además, son jurídicamente exigibles y judicialmente controlables.
En dicho sentido, en nuestro ordenamiento, a partir de lo establecido en los artículos 206 (sobre la reforma constitucional) y 32 (sobre los alcances del referéndum) de la Constitución, el Tribunal Constitucional (2003, fundamentos 71-77) ha precisado que el ejercicio del poder de reforma constitucional, en tanto poder constituido, está sujeto a límites formales y materiales. Entre los primeros tenemos que se ha establecido el órgano que lo lleva a cabo (el Congreso de la República), así como el procedimiento de aprobación de la reforma constitucional.
Los límites materiales, en cambio, limitan lo que puede ser objeto de reforma, tales como los principios de dignidad, soberanía del pueblo Estado democrático de derecho, forma republicana de gobierno y, en general, el régimen político y la forma de Estado (2003, fundamento 76). Estos límites operan incluso frente a una reforma total sometida y aprobada vía referéndum, dado que estamos frente al ejercicio de un poder constituido y limitado por definición; siendo que si estos no son respetados por el Congreso (que es el órgano competente para realizar la reforma constitucional), pueden ser objeto de control judicial, como ya ha sucedido con la reforma constitucional en materia de pensiones del año 2004 (Tribunal Constitucional 2005).
Siendo así, una reforma parcial de la Constitución tendría necesariamente que realizarse mediante el Parlamento, y con los límites formales y materiales que la Constitución ha establecido y que el Tribunal Constitucional ha sistematizado en su jurisprudencia. Esta reforma parcial, que incluso puede ser total, no puede modificar el régimen político actualmente vigente en su integridad, porque la reforma sería realizada por quienes luego de ejercer el poder de reforma se verán vinculados por las nuevas reglas y principios constitucionales que los regirán. De ahí que, los representantes ante el Parlamento serían jueces y partes de una pretendida reforma del régimen político actual. Un buen ejemplo de ello lo tenemos en el último proceso de reforma constitucional que fue sometida a referéndum en el año 2018. En este proceso se propuso incorporar una segunda cámara de representantes (el Senado); no obstante, el proyecto que se sometió a referéndum y que incorporaba el Senado, limitaba la facultad presidencial para formular cuestión de confianza sobre iniciativas legislativas. Como puede advertirse, llevar adelante una reforma constitucional, total o parcial, dentro del Congreso, supone poner en manos de la clase política que defiende intereses propios antes que los de la Nación, los cambios trascendentales que el país necesita.
Por ello, lo más adecuado sería que se inicie un proceso constituyente amplio, participativo, plural, transparente y deliberativo, en el que confluyan no solo las fuerzas políticas, sino, esencialmente, la propia sociedad peruana. Llevar adelante el proceso constituyente no será una terea sencilla desde luego, hay muchas preguntas a resolver. Esto debido a que jurídicamente no existen reglas pre-establecidas para convocar a un proceso constituyente, de ahí que haya mucha incertidumbre.
No obstante, no debe perderse de vista algo fundamental: la dación de una Constitución, el ejercicio del poder constituyente, es un acto esencialmente político; de ahí que antes que buscar refugio en el Derecho y sus reglas, el ejercicio del poder constituyente debe buscarse en la propia sociedad; para ello, debería instaurarse un proceso de consulta popular para que el pueblo decida si se inicia este proceso mediante la convocatoria a una asamblea constituyente, convención constitucional o asamblea popular constituyente. Con independencia del nombre, sobre la cual pueden establecerse distinciones conceptuales a partir de las experiencias históricas. Lo cierto es que debe prestarse atención a las reglas de elección de representantes para integrar el órgano constituyente. Estas deben propiciar una amplia participación social y que los distintos sectores estén debidamente representados.
El proceso constituyente debe ser participativo, plural, transparente y deliberativo, para que su resultado goce de la debida legitimidad popular. Luego, el proyecto de nueva Constitución debería ser sometido a consulta popular para que el pueblo ratifique o no el nuevo pacto constitucional.
Referencias:
García-Toma, V. (2013). La reforma constitucional en el Perú: implicaciones y retos. Athina, (10), 15-52.
Landa, C. (2019). El principio de subsidiariedad en el marco de la Constitución Económica del Perú. Forseti. Revista De Derecho, (6), 146 – 158.
Tribunal Constitucional (2005). Sentencia del Exp. 00050-2004-AI/TC (y otros acumulados).
Tribunal Constitucional (2003). Sentencia del Exp. N.° 00014-2002-AI/TC.