El pasado 25 de febrero, el país fue testigo de un hecho jurídico sin precedentes en toda su vida republicana, pues por primera vez el Poder Judicial reconoció el derecho a una muerte digna (para algunos, conocido también como eutanasia) a favor de la señorita Ana Estrada Ugarte, quien padecía de una enfermedad incurable, progresiva y degenerativa, llamada polimiositis.
La demanda de amparo, interpuesta por la Defensoría del Pueblo, solicitó la inaplicación para el caso concreto del artículo 112 del Código Penal, que tipifica el delito de homicidio piadoso, debido a la afectación del derecho a la dignidad, al libre desarrollo de la personalidad, a una vida digna y a no ser sometido a tratos crueles e inhumanos. Así, con este fallo, el Poder Judicial ordenó que, tanto Essalud como el Minsa, respeten la decisión de Ana, de tal manera que ella pueda elegir cuándo y cómo ponerle fin a su existencia.
Sin embargo, a pesar de que se trata de una sentencia emblemática y positiva para la protección de los derechos humanos, creemos importante abordar algunos aspectos constitucionales y procesales que permitan entender la relevancia del fallo, sus dificultades y, sobre todo, conocer qué es lo que sigue para dotar de eficacia a lo resuelto. Aquí plantearemos algunos apuntes:
- El reconocimiento judicial de los derechos fundamentales y la paradoja del derecho a la muerte digna
Uno de los tantos cuestionamientos esgrimidos por las entidades demandadas, y quizá el más relevante, se direccionó hacia los límites que tiene el juez constitucional al momento de practicar su interpretación, pues se alegaba que el reconocimiento de un derecho fundamental ―en este caso, el pretendido derecho a la muerte digna― debía provenir de una ley debatida por el máximo órgano depositario de la voluntad popular: El Parlamento. De ahí que, si el juez decide hacerlo por cuenta propia e imponer obligaciones a las codemandadas, estaría lesionando el principio de corrección funcional[1].
Sin embargo, el reconocimiento de derechos fundamentales no solo parte de la voluntad del poder constituyente, sino que también puede darse por la labor pretoriana de los jueces constitucionales. El artículo 3 de la Constitución establece la cláusula abierta o numerus apertus de los derechos fundamentales, es decir, permite la declaración de otros derechos fundamentales ―si bien no previstos en la Constitución― inspirados en la dignidad, la soberanía popular, el Estado democrático de derecho y la forma republicada de gobierno. Además, el operador judicial cuenta con la facultad de construir normas adscritas de los derechos fundamentales[2], a partir de la misma interpretación del texto constitucional.
Precisamente, el surgimiento de ciertas circunstancias históricas puede dar lugar a repensar en la necesidad de explorar nuevos contenidos autónomos o implícitos de los derechos fundamentales. Ello, se puede explicar a través de consideraciones jurídicas o metajurídicas. Las primeras, en la medida que se encuentren ubicadas en normas nacionales e internacionales; mientras que, las segundas a partir de la valoración de factores sociales, culturales, políticos u otros. En efecto, como expresa el profesor Castillo Córdova, el “contenido implícito nuevo de un derecho fundamental es el o los elementos conformantes del contenido que son fruto del redimensionamiento del derecho humano y del bien humano que está detrás de todo derecho humano, que ocurre en un momento determinado por el cambio de las circunstancias o de las valoraciones sociales”[3].
La sentencia, en el caso de Ana, no llega a plantearse tal análisis, sino más bien precisa que la muerte digna se trata de un derecho no fundamental, a pesar que el fin de la existencia (como supuesto fáctico) forma parte del derecho fundamental a una vida en condiciones dignas y se encuentra derivado del derecho a la dignidad, libre desarrollo de la personalidad y la autonomía del ser humano. Y no es fundamental ―añade― porque todo derecho fundamental debe ser protegido y promovido por el Estado, pero tratándose del derecho a una muerte digna solo podría ser protegido, porque promoverlo afectaría la libertad de ejercerla y generaría un conflicto con el deber de proteger el derecho a la vida (fundamento 181 de la sentencia).
La premisa para negarle la condición de derecho fundamental, más allá de que en el fondo habrá quienes la respalden, resulta curiosamente contradictorio. No solo porque se desprende del contenido directo de otros derechos fundamentales, sino también porque los deberes estatales de protección y promoción no son requisitos para el reconocimiento de nuevos derechos. Estas pretensiones morales protegidas por el Derecho, en términos del profesor Gregorio Peces-Barba[4], son conceptos pre existentes e inherentes la naturaleza humana que, en realidad, generan un marco de obligaciones negativas y positivas para el Estado.
El juez constitucional, entonces, parece tener una lectura estricta (casi literal) sobre las obligaciones jurídicas que emergen de los derechos fundamentales, pues entiende el deber de promoción como aquel que influirá en la conducta de las personas para acabar con su vida. Sin embargo, no toma en cuenta que dicha promoción puede estar basada en crear un marco doctrinal, jurisprudencial o normativo que regule los contenidos para hacer viable jurídicamente la muerte en condiciones dignas. Esto último tampoco sería contraproducente con el deber de proteger el derecho a la vida, ya que la muerte digna, conforme a sus propios argumentos, es una figura de excepción compatible con el derecho a la dignidad, el libre desarrollo de la personalidad, la vida digna y la autonomía de las personas.
- El concepto de muerte digna en el fallo judicial y la vía procesal para encauzar futuras pretensiones
En la resolución aclaratoria, emitida un 8 de marzo, el juez constitucional precisa con mayor criterio algunas cuestiones oscuras de su sentencia, vinculadas con el derecho a una muerte digna. Así, señala que este derecho no es equivalente al suicidio asistido, aunque sí admite que comparten una cercanía y origen histórico común, porque en ambos casos implica una petición del sujeto.
De igual manera, ratifica su posición de que el derecho a la muerte digna no es uno de naturaleza fundamental y lo define como “un concepto jurídico ya autónomo, configurado como el derecho que se garantiza ante la decisión de su titular, luego de un ejercicio sensato e informado de toma de decisiones, para optar por dejar de vivir una vida con sufrimientos y dolores intensos” (fundamento 6).
Continúa con su tesis del derecho a una muerte digna como libertad constitucional legislativamente limitable, esto es, un derecho de inspiración indirecta de ciertos derechos fundamentales y que constituye una excepción legítima a la punibilidad del delito de homicidio piadoso, previsto en el artículo 112 del Código Penal.
Pero esta postura también entraña ciertas contradicciones y genera confusión respecto de la vía procesal para reclamar tutela jurisdiccional en este tipo de pretensiones. Y es que, si bien señala que el derecho a la muerte digna no tiene carácter fundamental (posición principal formulada por la Defensoría del Pueblo), no decide declarar improcedente la demanda; por el contrario, emite un pronunciamiento de fondo en el que concluye con la vulneración de los derechos fundamentales a la dignidad, libre desarrollo de la personalidad, autonomía y la amenaza a no sufrir tratos crueles e inhumanos.
Lo anterior, permite extraer algunas reglas procesales sobre la vía idónea que deberá emplearse para analizar este tipo de casos en el futuro:
- Si el demandante solicita directamente tutela para su derecho a morir en condiciones dignas, deberá acudir a la vía ordinaria y evaluar el tipo de proceso que sea adecuado, pues la negarle la condición de derecho fundamental le sería aplicable el artículo 5.1 del Código Procesal Constitucional, en caso pretenda recurrir en amparo.
- Si el demandante solicita acceder a una muerte en condiciones dignas bajo la tutela de sus derechos fundamentales a la dignidad, libre desarrollo de la personalidad y a no sufrir tratos crueles e inhumanos o el principio de autonomía personal, podrá acudir a la vía constitucional a través del proceso de amparo, conforme al artículo 1 del Código Procesal Constitucional.
Como puede advertirse, sea el caso que fuere y a pesar de los argumentos del Poder Judicial, solicitar protección para el derecho a morir en condiciones dignas siempre podrá encauzarse en el ámbito constitucional, vía proceso de amparo.
- Las consecuencias jurídicas sobre la absolución a la consulta elevada por el juez constitucional
Comentábamos al inicio que la demanda de amparo a favor de Ana Estrada era una contra norma legal, específicamente contra el artículo 112 del Código Penal. Por esta razón, la sentencia emitida en este caso concreto deberá ser elevada en consulta a la Sala de Derecho Constitucional y Social de la Corte Suprema de la República, conforme lo disponen los artículos 3 del Código Procesal Constitucional y los artículos 14, 32 y 35 de la Ley Orgánica del Poder Judicial.
La consulta es una institución procesal establecida por ley, mas no un recurso procesal, en donde el órgano constitucional de la máxima instancia judicial se encarga de evaluar los argumentos esgrimidos en la sentencia expedida por órganos inferiores, sobre la aplicación del control difuso a una norma legal. Ello, porque nuestro sistema de control constitucional ha reservado una posición privilegiada al órgano jurisdiccional de mayor jerarquía en el Poder Judicial para que otorgue validez, solidez y solvencia interpretativa a aquella decisión emitida por órganos inferiores. De esta manera, se refuerza la idea de garantizar la supremacía constitucional y el respeto por la plena vigencia de los derechos fundamentales.
Pero, entonces, ¿qué importancia tiene la sentencia en el caso de Ana Estrada? En realidad, parafraseando las respuestas del abate Emmanuel Sieyès en su célebre obra sobre el tercer Estado, podría decir: Nada, todo y algo. Nada (metafóricamente escrito) porque todavía requiere que el control difuso sea convalidado por la Corte Suprema de la República. Todo, porque sienta una posición favorable para la demandante e histórica en materia de derechos humanos. Y, algo, porque aspira a sentar un precedente jurisdiccional (leading case) que permita proteger el derecho a gozar de una muerte en condiciones dignas.
En tal sentido, la absolución de la consulta puede determinar los cursos a seguir en el caso. Este escenario se vislumbra de la siguiente manera:
- Si se aprueba la consulta, entonces no hay mayor discusión y se ratifican los fundamentos esbozados por el órgano jurisdiccional inferior para su posterior ejecución.
- Si se desaprueba la consulta, entonces se podría ordenar la emisión de una nueva decisión, conforme a los parámetros desarrollados por la Corte Suprema que ratifican la constitucionalidad de la norma (mal) inaplicada. Esto supondría un giro copernicano en el caso y, eventualmente, la desestimación de la demanda de amparo, a no ser que se formulen nuevos argumentos interpretativos para declarar su inconstitucionalidad.
El contexto más peligroso evidentemente es el de la desaprobación de la consulta, por cuanto traería abajo un caso emblemático, cuya sentencia ha permitido reivindicar los derechos fundamentales de Ana Estrada. Aquí cabrían algunas salidas. Postular a la innovación de un recurso de agravio constitucional contra la absolución de consulta o interponer un amparo contra resolución judicial (la absolución de consulta lo es), en virtud del artículo 4 del Código Procesal Constitucional.
Creemos que, esta última opción es más viable, si se tiene en cuenta que un recurso de agravio constitucional procede contra resoluciones de segundo grado que declararan infundada o improcedente la demanda, de acuerdo con el artículo 18 del Código Procesal Constitucional, y en efecto como hemos mencionado líneas arriba, la resolución que absuelve la consulta no constituye un recurso procesal, por tanto, no es una resolución de segundo grado ni tampoco se pronuncia por la demanda, declarándola infundada o improcedente.
En suma, estamos a un caso que debe ser tratado con mucha mesura y en el que se espera un criterio ponderado del máximo órgano de justicia del país en defensa de los derechos fundamentales de Ana.
* Abogado por la Universidad Nacional de Trujillo. Magíster en Derecho Constitucional por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Asesor en la Adjuntía en Asuntos Constitucionales de la Defensoría del Pueblo. Con estudios de Derecho Procesal Constitucional en la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Docente universitario y autor de diversos artículos en materia constitucional. Correo electrónico: nestorloyola5@gmail.com
[1] Bajo este principio, el juez constitucional debe mantenerse en el marco de las funciones que le fueron encomendadas y no podrá modificar su distribución a través de su interpretación; de modo tal que el equilibrio inherente al estado constitucional, como presupuesto del respeto de los derechos fundamentales, se encuentre garantizado. Hesse, Konrad (2012). Escritos de Derecho Constitucional. Madrid: Fundación Coloquio Jurídico Europeo y Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, p. 68. Tribunal Constitucional. STC 05854-2005-AA/TC, fundamento 12.
[2] BERNAL PULIDO, Carlos. El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales. Cuarta edición. Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2014s, p. 143.
[3] CASTILLO CÓRDOVA, Luis. “Justificación y significación de los derechos constitucionales implícitos”. En: Pirhua. Lima: Universidad de Piura, 2008, p. 13.
[4][4] PECES-BARBA MARTÍNEZ, Gregorio. Lecciones de Derechos Fundamentales. Madrid: Dykinson, 2004, p. 21.