Demuestra poca empatía y se corre el riesgo de no dimensionar correctamente, si se pretende elaborar un análisis político de la puesta en libertad de Alberto Fujimori, sin tener en cuenta una serie de factores históricos y sociales de relevancia. Debemos admitir que no es posible entender al Perú actual, sin echar una mirada al gobierno fujimorista. Al hacerlo, corresponde reconocer que el régimen cometió graves violaciones a los derechos humanos.
Hay un factor humano en esa libertad, más allá de la sentencia, los votos y la jurisprudencia. La humanidad con la que ahora se pretende mirar al condenado es aquella que se le negó a las víctimas de las ejecuciones extrajudiciales y de las desapariciones forzadas. Por ello, empezando esta columna, debo expresar no solo solidaridad, sino también respeto y reconocimiento a las víctimas y a sus familias, por la batalla sin tregua que han dado en tribunales dentro y fuera del país.
Son cerca de 15,000 personas desaparecidas y alrededor de 70,000 muertas las que dejaron los años de violencia y terror. Algunas de ellas fueron atribuidas al Estado, la mayoría a la política antiterrorista liderada por Fujimori. Somos un país de post conflicto que no ha terminado de cerrar sus heridas y por eso se entiende la rabia y el resentimiento que mantiene determinado sector de la población en el Perú.
Sin embargo, lejos del apasionamiento, hay argumentos para sostener la decisión del Tribunal Constitucional, que dispone la restitución el indulto humanitario otorgado a Fujimori por el ex presidente Pedro Pablo Kuczynski. Se ha dicho mucho respecto a la gracia presidencial y a las limitaciones que encuentra frente a los delitos de lesa humanidad. Según la regulación internacional, el indulto presidencial no tendría cabida en este tipo de delitos.
Pese a ello, la referencia es falaz, porque el propio juez San Martín, responsable de la condena contra Fujimori en los casos de Barrios Altos y La Cantuta, ha reconocido que el ex presidente no fue condenado por delitos de lesa humanidad. No podría ser de otra manera, ya que los hechos ocurrieron entre 1991 y 1992, cuando la categoría aún no era reconocida a nivel internacional y mucho menos aceptada en el Perú. El Estatuto de Roma, que incorpora esta innovación, recién fue ratificado por nuestro país en 2001, una década después de perpetradas las vulneraciones.
Desmentido el principal mito sobre los crímenes del sentenciado Fujimori, corresponde aclarar que, incluso habiendo consenso en que se tratasen de crímenes graves contra la humanidad, existe una excepción a la regla de la prohibición del indulto, siempre que se trate de razones humanitarias, ya que se considera que nadie debería morir en prisión, más si se trata de una persona vulnerable en consideración de su avanzada edad y a causa de una enfermedad probada y crónica que, en efecto, pone en riesgo la vida del interno. Lo contrario, podría significar una pena inhumana, cruel o degradante proscrita por el derecho internacional.
Luego, para hacer razonable y útil el castigo en una sociedad democrática y respetuosa de los derechos humanos, habría que preguntarse, más allá de la frustración y el enojo, ¿para qué sirve mantener preso a Fujimori? La pena privativa de la libertad tiene, básicamente, una función preventiva, para mantener a salvo a la sociedad del riesgo de que los delitos por los que se condena vuelvan a ocurrir, y otra resocializadora, enfocada en devolver a una persona rehabilita y útil a la sociedad.
A los 84 años y después de casi 20 años en prisión, Alberto Fujimori no tiene ninguna posibilidad de regresar al poder. El fujimorismo ha perdido las elecciones en los últimos 20 años. El odio y la polarización que produce en el país han bloqueado su acceso a la presidencia de la República. La posibilidad de encumbrarse en libertad, con toda la maquinaria de resentimiento antifujimorista en marcha, es realmente nula. Respecto a la resocialización, si en casi dos décadas de pena privativa de libertad no se lograron cambios sustanciales en el interno, ya es poco probable que se consigan en los próximos años.
Las esperanzas de la fuerza antifujimorista están puestas en las cortes internacionales que, en efecto, podrían revertir el fallo del Tribunal Constitucional (TC), máximo intérprete de la Constitución y último garante de los derechos humanos en el país. Indefectiblemente, el caso retornará a la sede de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que ya ha mostrado su preocupación por la decisión del TC y que, ahora mismo, se acompaña el cumplimiento de la sentencia contra el Estado peruano por el caso de Barrios Altos y La Cantuta.
El escenario, sin embargo, ha cambiado y ya no se trata de un indulto que pretendió maquillarse como humanitario, a cambio de bloquear la vacancia contra el ex presidente Kuczynski. Las enfermedades de Fujimori han empeorado y la revisión del caso en sede internacional probablemente dará pie a un pronunciamiento generalista que terminará validando la decisión del Tribunal Constitucional.
Más allá de los tecnicismos de los procesos, la política en el Perú necesita dejar de depender del Fujimorismo. La necesidad de evitar que otro Fujimori llegue al poder le ha generado mucho daño al país. Ahora mismo sufrimos las consecuencias de las últimas elecciones. No debe ser fácil optar por la resignación, pero el triunfo de los derechos humanos no está en dejar morir a un hombre anciano y gravemente enfermo en prisión.
No hay gloria en esa venganza y el indulto, bajo ningún motivo significa, ya a estas alturas, impunidad o un atentado contra el acceso a la justicia de las víctimas. El encono y el ensañamiento ubica al Perú al mismo nivel que los perpetradores. Si el indulto ha sido restituido por las consideraciones correctas, corresponde aceptarlo y dar un paso hacia adelante en el proceso de reconciliación en el país. Necesitamos perdonar para seguir avanzando y no olvidar para evitar repetir.